UNA MUJER DEL COMÚN, Mimi Juliao Vargas

Ocho de la mañana. Barbarita terminaba de recoger su carpeta para dirigirse al trabajo; siempre joven, bonita y elegante. El cuidado que prestaba a su maquillaje y cabello no alcanzaba a ocultar su expresión de tristeza, asomada en el rictus de su boca apretada, como para contener permanentemente el llanto. 

Se desempeñaba como ejecutiva de una multinacional. Sus ingresos eran suficientes para mantener la vida que se regalaba y de paso a su marido, quien sin ser un parásito, era un conformista con su posición de empleadillo mediocre subordinado a las crueldades de un jefe inepto, soportándolo por temor a perder el puesto y no ser capaz de conseguir uno mejor. Lógicamente, sus humillaciones las descargaba destruyendo los valores de Barbarita e ignorando sus éxitos laborales. Los celos consumían sus entrañas y no había un momento que no aprovechara para cuestionar su conducta y actitud, y mejor si podía hacerlo en público. Cuántas veces penetró abriendo bruscamente la puerta del despacho, con la malintencionada idea de “sorprenderla” con alguien; o se presentó a una reunión de Junta Directiva ebrio, mal vestido, desaseado y maloliente a reclamar su presencia en el abandonado hogar o a cumplir con sus deberes de esposa.

―¿Cuáles “deberes”? ―iba meditando Barbarita― si ese hombre hasta en la cama cumplía con “deberes” mediocres, cuando ocasionalmente tenían sexo, puesto que ya allí no existía el amor, como esa noche anterior, que cual bestia la tomó por la fuerza en aras de que era su mujer para reafirmarse en el machismo de su propia satisfacción. Aquella mujer rodeada de éxito, dinero y comodidades en abundancia, pero carente de un hombre como el soñado, lloraba convulsivamente mientras conducía rumbo al trabajo.  

―¡Esto es un martirio, es violencia sicológica! ¡No más! ―gritó entrecerrando los ojos cuajados en lágrimas y fuera de control; eran ya cinco años de decepciones, desprecios y frustraciones. Se dio cuenta de que jamás se había realizado como mujer, ni siquiera había concebido un hijo y, como profesional, nadaba contra un torrente de críticas y limitaciones que, cual techo, no le permitían subir. 

Con un movimiento reflejo, aceleró el pedal del coche y fue hacia el final de su vida.  

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