Un agujero negro / Liliana Ebner


Mi abuelo y mi padre fueron distinguidos y galardonados detectives.
Desde niño miraba y admiraba sus movimientos, escuchaba con atención sus palabras y respetaba esos largos silencios donde se les tensaban las mandíbulas y perladas gotas de sudor corrían por sus frentes. Pero por sobre todas las cosas me sentía orgulloso de la honestidad, lealtad y firmeza de sus actos. Eran fieles a sus principios, nada ni nadie les torcía el rumbo y yo quería ser como ellos: el mejor detective.
La sonrisa de Érica era una clara evidencia de alegría por ese día que se avecinaba. En pocas semanas se casaría con el amor de su vida.Paseaban por el parque los días anteriores a la boda, cuando fueron sorprendidos por un delincuente que, drogado y armado, le robó su recién estrenado anillo de bodas y también la ilusión del vestido blanco, matando de un certero balazo a su querido Julián.
Pasó días internada después de la golpiza recibida y yo, que investigaba el caso, me acerqué varias veces para tomarle declaración.
Ella se veía vulnerable, hablaba mirando al vacío y tuve la sensación de que eran dos personas diferentes, la sufriente y dolorida que tenía ante mis ojos y esa otra en que se iba convirtiendo, debido al resentimiento que le había quedado después del ataque.
Los meses pasaron y no volví a verla, el caso seguía abierto pero sin atisbos de una pronta definición. Érica se acercaba semana tras semana para preguntar por los avances de la investigación y siempre recibía la misma respuesta:
—Entendemos su situación, pero tenga paciencia… —Tenga paciencia… —Tenga paciencia…
Tenía todas las pruebas, hasta un video tomado accidentalmente por su celular. Pero nada hacía que el caso se resolviera con más rapidez.
La ciudad donde ella y yo vivíamos se tornaba cada vez más violenta, aumentaban los robos, los asesinatos y el consumo de droga era casi ingobernable. Los detectives no teníamos descanso y, además, debíamos luchar contra la corrupción y mantenernos incólumes ante las coimas y todo lo que nos ofrecían los poderosos para que mirásemos hacia otro lado.
Un vengador anónimo nos estaba dando dolores de cabeza. Mataba con increíble sangre fría y siempre las balas eran del mismo calibre, 9mm, lo que nos llevaba a pensar en una única persona. No dejaba huellas y todos los muertos eran pandilleros, proxenetas, asesinos.
Mientras investigaba esta ola de asesinatos, mis pesquisas me llevaron hasta una casa de empeño, donde encontré el anillo de Érica, la joven a cuyo novio habían matado hacía ya un tiempo. Sin aceptar sobornos, como era mi costumbre, presioné al dueño del local y conseguí el nombre del vendedor de la alianza y también su dirección. Me sentí feliz de poder darle a esa frágil y dulce muchacha su preciado tesoro y además, con los datos obtenidos podría encontrar al asesino de Julián.
La cité para una conversación y nos encontramos en un café; vi como sus ojos se humedecían al colocarse el anillo, para después despedir chispas de odio y de ira. Me cuidé de decirle el nombre de quién lo había empeñado por miedo a que cometiera una locura. Noté que su delicada figura contrastaba con un interior fuerte y valeroso. Sentí una oleada tibia que me acariciaba y presentí que el amor estaba a mi lado.
—¿Qué harías si descubrieras que un amigo o un pariente ha cometido un acto delictivo? —me preguntó mirándome fijamente con sus grande ojos verdes, carentes de emoción. —Lo que manda el deber y la obligación, lo detendría y juzgaría —contesté sin titubeos, y con esa convicción que había valorado y aprendido de mi abuelo y de mi padre. —Jamás podría dejar pasar un delito, estaría faltando no solo a mi juramento, sino a mis más sólidos principios, estaría ensuciando el nombre de mis antepasados.
Me miró sin decir palabra, sus ojos adquirieron una mirada más suave, acarició mi rostro con dulzura y sus labios, como un aleteo de mariposa, se posaron en mi mejilla dejando un cálido beso. Sentí que mi corazón dejaba de latir, deseaba abrazarla allí mismo, pero mis rígidos principios siempre me detenían. No debía mezclar el trabajo con lo personal, no debía sentir emociones ni demostrar sentimientos con las personas para las que trabajaba.
Nunca me había ocurrido, siempre fui sólido y firme, pero ante Érica, sentía que esas fuerzas flaqueaban y que el amor que me invadía, obnubilaba mis sentidos.
Los días se sucedían sin pausa y no tuve más noticias de ella. Por mi cabeza pasaban mil pensamientos, de los más diversos e inverosímiles.
Una idea iba tomando cuerpo en mi mente mientras recordaba sus gestos, sus miradas, sus palabras. No terminaba de conocerla bien. No sé si por miedo a enamorarme cada vez más o por descubrir una verdad dolorosa.
Sentía que la amaba con toda el alma, pero… ¿qué sentiría ella? Yo ya había estado casado y mi esposa me dejó por la intranquilidad y la inseguridad que le generaban mi trabajo. Ella había estado por casarse y al perder al ser amado, lo había idealizado. Tenía miedo de declararle mi amor por temor al rechazo, por temor a que la imagen de aquel novio se interpusiera en nuestro romance, en nuestra convivencia.
Mientras me encontraba atrapado entre esos sentimientos contradictorios, donde la indecisión me invadía por primera vez en la vida, el sonido del celular me sacó de mis cavilaciones. Era un video, el video del ataque en el parque que me enviaba Érica. Me sentí paralizado, pero inmediatamente corrí al auto y, sorteando todos los obstáculos a una velocidad increíble, me dirigí al lugar donde sabía que la encontraría. Todos los cabos sueltos de mis pensamientos se unieron y llegaron a una increíble conclusión.
Al llegar al sitio, ella se encontraba apuntándole con una pistola 9mm a un desahuciado drogadicto que pedía justicia, que clamaba ser juzgado antes que acribillado. Enseguida me di cuenta de que era el mismo que meses atrás había matado a su pareja.
—A Julián lo mataste por nada, no le diste oportunidad… ¿y pides justicia? —gritó Érica, sacudida por fuertes espasmos.
Entonces, en mi mente, se hizo la luz sobre los otros asesinatos. Había sido ella; ella, que tomó venganza por su novio y por otras víctimas.
Y allí estaba yo, luchando con mis principios, entre el amor y mi obligación.
Entonces le hablé quedamente al oído, eligiendo las palabras, el tono de voz, hasta que me entregó el arma. Puse en sus manos mi revólver reglamentario y ella, que solo quería justicia, que solo quería venganza, le disparó sin compasión.
Le dije entonces:
—Ahora debes hacer algo por mí. —Lo que quieras respondió, mientras gruesas lágrimas corrían por sus mejillas. —Debes herirme, rozarme con una bala, de lo contrario quedarás incriminada en este y en todos los demás asesinatos que cometiste. —No puedo hacerlo —contestó entre sollozos. —Debes cumplir con tu deber y arrestarme. —Sí puedes, eres fuerte y de este modo, podrás enfrentar nuevamente la vida, podrás tener un nuevo amanecer. Ella temblaba pero, respirando profundo, afirmó el pulso y una bala rozó mi hombro provocándome un agudo dolor. —Corre— le dije. Yo llamaré a la ambulancia y todo habrá terminado. Ella me abrazó y salió a la oscuridad, entre los ladridos de perros y los gritos y peleas que invadían ese conventillo.
La noche, como un agujero negro, tragó su figura, su nombre, su vida, porque Érica nunca más volvería a ser la misma. Llamé a emergencias y a la policía para reportar la muerte de un individuo durante un enfrentamiento. Y me senté, apoyando la espalda contra una sucia pared. No tan sucia como sentía mi conciencia por haber traicionado mis principios, porque el amor me había desviado de aquello que mi abuelo y mi padre me habían enseñado y que era el orgullo de tres generaciones.
Mientras los camilleros avanzaban, haciendo un gran esfuerzo con el brazo herido, arrojé a lo lejos mi joya más preciada: mi placa de detective.
El agujero negro devoró en un instante mi amor, mi dignidad y mi trabajo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario