Siempre habrá locos por el griego y el latín / Núria Burguillos

Profesor o profesora

Joan Romeu, nació en Tarragona, en 1950. De origen campesino, acabó estudiando Lenguas Muertas; no fue casualidad, sino causalidad: la única manera que encontró para salir del pueblo y escapar a su destino fue inscribirse en el Seminario, fingiendo una gran vocación. Los curas vieron en él a un prometedor sacerdote y lo enviaron a la Universidad. Allí estudió Teología, pero poco a poco se enamoró de aquellas lenguas que solo hablaban los libros y sobrevivían a las voces de los que las pronunciaron alguna vez. Al acabar la carrera abandonó el Seminario y se ganó la vida dando clases particulares a los niños ricos de la ciudad. Con su salario se matriculó en Clásicas y logró licenciarse para ejercer de manera oficial.
Regresó al pueblo y comunicó a la familia que no iba para cura; los padres albergaron la esperanza de recuperarlo para gestionar la pequeña finca, pero él, aterrorizado ante esa posibilidad, huyó bien lejos. En aquellos tiempos, cien kilómetros eran como ahora diez mil, y se instaló en Barcelona, donde trabajó como docente en un colegio religioso que le permitió mantenerse de manera más o menos digna.
Aunque no acabó vestido con sotana, Joan tenía aspecto de monaguillo provinciano. La moda hippie ya había llegado al país, pero en las fotos del álbum familiar lo vemos, con quince años, vestido como un señor de más edad. Con veinte, aún conserva ese aire pueblerino, de chico que no ha traspasado la frontera de la tradición a la modernidad: traje gris, camisa blanca, corbata negra, zapatos de charol y un corte de pelo estricto, sin salirse de la raya que la Dictadura grabó hasta en las cabezas de los españolitos de la post guerra.
A los veinticinco, harto de colegios religiosos, decidió opositar. Como su especialidad era rara, rara, y porque, además, era el mejor de su promoción, no le costó demasiado conseguir la plaza de Catedrático en un Instituto de Enseñanza Media del cinturón industrial que rodeaba la ciudad. Por aquellos tiempos ya se había echado una novia que, más que eso, parecía su hermana gemela: otra estudiante de Lenguas Muertas. Se casaron y no tuvieron hijos que continuaran la tradición familiar.
Las clases del joven profesor empezaron siendo minoritarias pero, muy pronto, se convirtieron en un fenómeno social. Ni profesores guaperas, ni asignaturas “marías”, como el dibujo o la gimnasia, lograron superar lo que él consiguió. Joan se empeñó en resucitar aquellas lenguas y palabra que enseñaba en sus clases , palabra que incorporaba al lenguaje coloquial. Sus alumnos utilizaban el latín y el griego para comunicarse, y las tediosas traducciones de textos se substituyeron por poesías, obras de teatro, cuentos y canciones.
Incorporó a su programa educativo salidas pedagógicas a lugares extraños como las ruinas romanas de Tarraco y las griegas de Empúrias; visitaron excavaciones arqueológicas y algunas clases las impartía en las salas de los museos, donde los visitantes se sumaban a los aplausos de los discípulos. De esas hornadas, salieron algunos profesores que recogieron el testigo.
El latín y el griego fueron desapareciendo de los planes de estudios y las aulas se quedaron semi desiertas, sus habitantes emigraron de sur a norte y de norte a sur, hacia las tierras de las nuevas tecnologías.
Siempre fue un enigma para sus alumnos que, siendo el profesor tan revolucionario en sus métodos, se mostrara tan conservador en su aspecto personal. Treinta años después, mantenía el mismo aspecto que en aquella foto del Seminario. “Las apariencias engañan”, solía decirles, y era verdad.
Abandonó las aulas, pero se interesó por las aficiones de la nueva generación y, en vez de ponerse a llorar, se apasionó por el mundo digital. Joan Romeu fue siempre un emprendedor. Su video juego, “Lenguas voladoras” fue el primer producto digital, a nivel mundial, editado en griego clásico, y se convirtió en superventas, nada más salir.
Aunque pudo disfrutar de su éxito durante unos meses, un infarto lo fulminó pocos días antes de la jubilación, cosa bien extraña, pues nunca bebió ni fumó. El profesor murió el 1 de diciembre del 2015 y en su testamento dejó bien clara su voluntad: no quería que lo aplastaran con ninguna losa con inscripciones en latín. Escribió: “Que las lenguas se las lleve el viento, lejos de los muertos”.

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