Selfie mortal / Núria Burguillos


Un cadáver flotaba boca abajo en las mágicas y cristalinas aguas de una fuente monumental, un primero de enero de la segunda década del siglo XXI.
Medio siglo antes, el mismo año que Fellini rodaba La dolce vita y una pareja de cine inmortalizaba el baño prohibido más sensual y famoso de la historia, una niña española nacía en un triste hospital cuyo nombre nada tenía que ver con el título del film.
Su pobre vida transcurrió sin fiestas, sin glamour, sin paparazzis y sin un príncipe azul con el que gozar bajo los surtidores de una fuente prodigiosa. Pero se alimentó de un sueño… Cincuenta años después, convertida en una mujer madura, domó las aguas del Mediterráneo, cual Neptuno con sus tritones, y logró visitar la Ciudad Eterna. 
Allí encontraría el amor…
Clarita Fuentes callejeaba con la emoción que desborda una niña que lame algodón dulce en un parque infantil. Perseguía su sueño con el dedo de una mano, pero no daba con él porque los nervios le jugaban una mala pasada y miraba el mapa al revés. Al final, preguntó a un abuelito que tomaba el sol en un banco milenario de mármol.
—¿La Fontana di Trevi, per favore? —chapurreó, mostrándole el mapa para que la entendiera mejor.
—A sinistra, ma non ha acqua, è in restauro.
Nueve palabras, solo nueve, pueden dilapidar las ilusiones de toda una vida: “A sinistra, ma non ha acqua, è in restauro”.
Aunque Clarita no hablaba italiano, entendió perfectamente su significado y se quedó de piedra. Pero tras el primer mazazo en la cabeza, reaccionó. “Eso es imposible, ja, ja. Este viejecito está chocheando”, pensó.
Pero no.
Y, tal cual. Nada más doblar a la izquierda, se topó con la cruda realidad. Su idolatrada fuente agonizaba cubierta de andamios y más seca que una ñora del levante español.
No lo podía creer.
Medio siglo soñando con ella y no se había enterado de que la estaban restaurando. ¿Pero cómo no se le había ocurrido informarse antes? ¿Era tonta de capirote, o qué?
Pues sí.
Clarita no daba crédito a su estulticia, pero desde el primer momento lo tuvo muy claro: no se iba de Roma sin cumplir su deseo.
Mientras la noche desterraba a los turistas de las vías y placitas de la ciudad, y antes de que la alarma de los despertadores interrumpiera el plácido descanso de los romanos, Clarita, con nocturnidad y alevosía, abría la llave conectada a la red de agua de abastecimiento público y regulaba el caudal de los surtidores, manipulando las válvulas de las compuertas.
No resultó tan difícil como creía, aunque lograr llenar el estanque parecía una utopía.
Luego corrió hacia el hotel, sacó de la maleta su vestido negro con escote de vértigo y su estola blanca de visón, y antes de vestirse se cepilló su larga, rubia y lisa melena.
Sonreía frente al espejo del tocador, mientras recordaba las últimas palabras de su peluquera:
—Si te mojas el pelo se te volverá a rizar; la magia no existe, Clarita. —Eso lo dirás tú, jaja ─sonrió. Lo sé, lo sé, no te preocupes; en la vida todo tiene fecha de caducidad. Me conformo con que me dure liso para hacerme el selfie porque, desgraciadamente, no tengo a ningún Marccello a mi lado…
Minutos después, ataviada como Anita Ekberg, deshacía el camino hacia la Fontana.
Roma dormía y sus pasos retumbaban en las callejuelas de la ciudad; su corazón amenazaba con explotar y su cuerpo no sentía ni la humedad que el Tíber cala en los huesos de sus habitantes.
Al filo del amanecer, llegó a su destino. Sola, no iba acompañada ni por un gatito…
Abandonó la estola en el borde de la fuente, respiró hondo, alzó una pierna, después la otra y caminó por el estanque prohibido.
Avanzaba lentamente hacia las cascadas cuando unas manos desconocidas le apretaron el cuello dejándola sin respiración. En el forcejeo, el atracador le arrebató la cartera y la cámara del móvil se disparó.
Mientras Clarita se desplomaba, los chorros de agua cristalina rizaban su cabellera y las indómitas aguas de Neptuno la convertían en una Diosa.


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