Rula - por Raquel Mejuto Canaval


Después de toda una vida descolorida e insulsa, de aquí para allá sin oficio ni beneficio, heredé de mis padres una casita con su gallinero y un pequeño espacio para hacer un jardín o un huerto. Me decidí por este último, remocé la parcela y la aboné para, finalmente, plantar en ella mis hortalizas favoritas. Pasaba todo el día cavando, quitando las malas hierbas e ideando un sistema de riego que me permitiera aprovechar en gran medida el viejo canal. Este solo regaba la finca parcialmente, pero yo quería que el agua recorriera cada surco. Aproveché su trazado primitivo y lo amplié por medio de tuberías perforadas; de esta manera no solo se aprovechaba mejor el agua sino que, además, todas las plantas recibían la cantidad necesaria. 
Arreglé el seto de mirtos que ya existía procurando hacer los surcos bien alineados, ocupando todo el terreno excepto las esquinas en donde dejé que crecieran las plantas aromáticas preexistentes. Tomillo, lavanda, hierbabuena y orégano competían con el aroma de los rosales de flores rojas y blancas que, a tramos, adornaban el cercado. 
Un único frutal, el viejo manzano, me daba sombra en verano y en otoño recogía sus hojas para fertilizar mi parcela. Cuando contemplaba el resultado de mi trabajo me sentía satisfecha imaginando los frutos. Tomates rojos, berenjenas moradas, pimientos amarillos, coliflores blancas, repollos verdes. 
Las gallinas se comían los gusanos y yo comía sus huevos exquisitos que, junto con las manzanas, eran la base de mi dieta. El gallo me despertaba cada mañana y, en primavera, los trinos de los pájaros le hacían los coros. 
Lo único que tenía en el mundo era mi huerto; sin embargo, por más que trabajaba en él, la cosecha nunca llegaba a madurar. Lo intenté todo para que las aves no se comieran los brotes tiernos, incluso llegué a armar un vistoso monigote con paja y ropas viejas. Pero nada, cada temporada todos los pájaros de la zona se reunían en mi cercado para darse el gran festín. Se posaban sobre el muñeco y desde allí decidían qué brote les parecía más apetitoso. 
Miraba con envidia, sobre todo, los hermosos tomates de mi vecina. En su huerto no había otro bicho que no fuera su perro. Até cabos llegando a la conclusión de que los perros son incompatibles con otros animales y me dispuse a adquirir un cachorro, a pesar de que no era partidaria de los animales de compañía. De pequeña intenté separar a mi perro de mi gato, que se habían enzarzado en una pelea, llevándome yo la peor parte. Me quedaron cicatrices para siempre en piernas, brazos y, sobre todo, en mi corazón al no poder frenar la pelea entre los dos animales que más quería. Huyeron los dos de mi vida a la vez, el gato no volvió a pisar la casa y el perro también desapareció. 
Al principio lo único que tenía claro es que quería un perro, me daba igual la raza, el tamaño, el color o que fuera macho o hembra. Fui directamente a la perrera y allí la vi inmediatamente. Llevaba en la boca una pluma que debía ser de avestruz, por el tamaño. La adopté, la llamé Rula y le enseñé a espantar a los gorriones que se comían mi cosecha. Pero ella iba más allá, no solo los espantaba sino que los cazaba y se los comía. 
Yo la premiaba dándole trozos de pollo y acariciándola cuando traía en la boca algún animal alado, fuera el que fuera. 
Cuando Rula estiraba las orejas levantando una de sus patas era un signo inconfundible de que algún ave insensata merodeaba por la huerta. Ella se comía los pájaros, con plumas incluidas, y yo me comía los tomates bien maduritos. 
Un día me trajo un loro, pero como el pobre no dejaba de gritar: -¡Auxilium, auxilium!-lo dejé ir volando y se instaló en las ramas más altas del manzano. Me quedé sin manzanas; sin embargo el perico, al que llamé Auxilio, prevenía a las otras aves de la presencia de la perra gritando: -¡Cave canem!-, ayudando de esta manera a preservar el huerto del resto de los animales volátiles.
Ante el buen resultado que obtenía el loro, yo también gritaba -¡Cave canem!-de tal modo que un día me oyó el dueño de Auxilio. Nos enzarzamos en una discusión, cada uno en su lado del seto. 
—Señora ese animal, al que usted imita como una cotorra, es de mi propiedad —dijo señalando al manzano en donde Auxilio se acicalaba las plumas, aparentemente ajeno a nuestra conversación. 
—Señor mío mucho me temo que ese animal no tiene dueño —respondí educadamente haciendo caso omiso al insulto.
—Lo tiene y se lo voy a demostrar —contestó alzando la voz. 
—Demuéstremelo —alcé también la voz. 
—¡Titus!, ¡Titus! —gritó él rojo como uno de mis tomates. 
—¡Auxilio! —grité yo y el loro se fue volando a una parcela más tranquila. Su dueño, asustado ante mi reacción, se volvió por donde había venido rezongando. 
—¡Esto no quedará así! 
Generalmente las gallinas no salían del gallinero, por la cuenta que les tenía, alertándome con batir de alas y cacareos si la puerta quedaba abierta. Con la discusión no me enteré de su llamada de socorro, cuando acudí en su ayuda era tarde, encontré el gallinero vacío. No volví a comer huevos pero no me importó lo más mínimo, tenía mis hortalizas. Auxilio regresó a su manzano en donde se fue confiando y dejó de tener cuidado con la perra. Para alcanzar las manzanas de las ramas más bajas fue descendiendo hasta que desapareció. Solo me dio tiempo de rescatar alguna de sus preciosas plumas que, atadas con un cordel, llevo siempre colgadas del cuello. 
La perra después de tragar, más que comer, aquel sabroso manjar se acostó a la sombra del manzano como acostumbraba a hacer en verano. El resto del año dormitaba en su casita, que yo misma había hecho con unas maderas viejas. 
Dormía hasta que la despertaba un picor en el costado, pues se rascaba desesperada y corría a refrescarse al riachuelo que fluía en las lindes de mi finca. Le compré un collar anti-pulgas, pero el pobre animal no paraba de rascarse. Me fijé en dos manchas oscuras que sobresalían en esa zona y me pareció que no eran iguales al resto de las manchas negras que se repartían sobre su pelo blanco. 
La perra fue creciendo y las manchas también. Se rascaba tanto que las uñas le quedaban llenas de pelo mientras que una amplia zona, en sus costados, iba quedando pelada.
El veterinario no supo decirme lo que era, pero yo observaba el cambio cada día, las manchas se convirtieron en protuberancias y en estas empezaron a crecer como unas pequeñísimas cánulas de las que empezaron a salir unas preciosas plumas irisadas. El plumón crecía y mi preocupación también, hasta que aquellos muñones se convirtieron en unas espléndidas membranas emplumadas. Sí, estoy hablando de auténticas alas, unos alones tan grandes como los de la Victoria de Samotracia. 
Al principio el cánido, por llamarlo de alguna manera, se movía torpemente. Le costó trabajo acompasar sus cuatro patas a aquellos vistosos apéndices, hasta que aprendió a replegarlas para caminar y desplegarlas cuando daba saltos.
A medida que fue dominando sus nuevas extremidades mi propiedad se le fue haciendo cada vez más pequeña. Saltaba el seto y cazaba en los huertos de los vecinos todo lo que tenía plumas. Las protestas de los colindantes, con el latinista dueño del loro al frente, no se hicieron esperar cuando empezaron a desaparecer todas las aves de la comarca, incluido el loro y las gallinas vecinas. Maldije los tomates y las acelgas, solo me preocupaba mi Rula.
Ante la posibilidad de que se armara una patrulla para dar caza a la pobrecita, la metí en casa y después de destrozar todo lo imaginable con sus largas alas saltó por la ventana. No podía creer lo que estaba viendo, Rula empezó a batir las alas y, elevándose, se perdió en el horizonte volando como un pájaro. La dejé que se alejara, con resignación, aunque me inundó una profunda tristeza. 
Los vecinos se calmaron y yo no volví a saborear aquellas deliciosas viandas. Un gran desconsuelo anidó en mi corazón y no por los tomates. 
Un día soleado de primavera decidí seguir los pasos de Rula e ir en su búsqueda. Para ello empecé a comerme todas las aves que encontraba, hasta que me salieron alas y sobrevolé el huerto abandonándolo. Ahora, engalanada con mis coloridas plumas, acompaño a mi perrita que persigue al sol.

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