Sus hijos guardan las imágenes de las cámaras
que grabaron a su verdugo durante dos días antes del trágico desenlace. Anna no
se dio cuenta esos días del individuo que la acompañaba sigilosamente hasta la
misma entrada del portal de su casa. El 7 de octubre de 2006, a las 16:06,
cinco balas acabaron con su vida pero no con su legado.
Para definir a Anna habría que inventarse
nuevas palabras. ¿Creéis que tiene valor ser esposa? Y… ¿tener dos hijos? Y… ¿ser
periodista? Y… ¿si os dijese que nació en 1958 en New York? Hasta ahí todo
normal, ¿cierto? Sí, es una mujer normal. Al menos así la definieron quienes le
tenían cariño; eso nos debe dar esperanza si nos mantenemos unidos. Su legado
llama a las puertas de las personas normales y no deberíamos pensar de otra
manera si descubrimos algo más de ella.
Ser
periodista en Rusia defendiendo a las víctimas civiles se hace desde la
normalidad. Sus reportajes de denuncia sobre el conflicto checheno y sobre las
cloacas de la Rusia de Putin también se enfrentan desde la normalidad. Es ahí
donde Anna nos hace a todos iguales. No hace falta ser una heroína, solo hace
falta tener el valor de vencer el miedo de las amenazas de muerte; vencer un
intento de envenenamiento o haber tenido acceso a información sucia, muy sucia,
de quienes gobiernan en la impunidad de un país poderoso. Visitar hospitales y
campos de refugiados dando voz a las víctimas civiles cuesta muy caro en Rusia.
Mujeres como
ella, poseedoras de inteligencia y conocimiento, son incómodas para los
bárbaros a los que nunca supo exactamente cómo definir. Un año después de su
asesinato, en la ciudad de Medellín, en Colombia, se le otorgó de manera
póstuma el premio de la UNESCO “Guillermo Cano” por su trabajo en la guerra
separatista de Chechenia.
El legado de
Anna Politkóvskaya nos marca la vía de acceso al triunfo sobre la vileza y la
mezquindad disfrazadas de respetabilidad política. Para ello sólo hace falta
ser normal, o mejor dicho, en este caso concreto, ser además una mujer.
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