Quincena / Alba Eva Gómez Querves


No era ningún secreto que habían robado todo.
Esa maldita costumbre de querer tapar el sol con una mano...
La fábrica trabajaba casi todo el día, pegando cintas a pantalones y chamarras bien armadas, de buen género, de buena calidad.
Una pequeña ciudad donde se conocen todos, donde se ignoran todos.
Cada obrero es solo un puesto y un número sentado a una máquina.
Los jefes y supervisores son entes que se pasean entre las prendas, con paso lento y desinteresado.
Es increíble que les paguen por esto, pensó Martínez, doblado por el dolor de espalda de estar tantas horas en la misma posición.
Cuando el jueves quince, se presentaron a cobrar su salario les salieron con que no había dinero, que se les avisaría cuando podrían pasar por el pago.
Trescientos rostros enajenados.
Trescientos cerebros al borde del caos.
Por algo pusieron guardias de seguridad...
Martínez lloró sin lágrimas.
—¡Que nos den detalles carajo! dijo uno de atrás del todo de la fila y a punto de comerse crudo al infeliz cajero.
No hay plata. Punto.
No va a haber nunca.
Robaron la fábrica.
En silencio, Martínez logró entrar por una ventana de un baño que había quedado abierta y una vez dentro encendió un cigarro, se sentó en la silla que ocupó por los últimos siete años y tiró la colilla sobre una pila de tela que había sobre una mesa.
Fue rápido el fuego.
Muy rápido.
Cuando los bomberos llegaron lucharon contra las llamas por dos días.
De entre los escombros sacaron un cráneo. Pero no se sabía de quien era.

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