Alba Eva Gómez Querves – Uruguay
El humo negro sube por las paredes de la
chimenea hirviente dejando rastros de sombras que me encanta adivinar. Miles de
historias se tejen en mi cabeza cuando trato de encontrarles formas que van
desde hermosísimas flores de la Polinesia hasta fantásticas criaturas del
planeta más lejano que existe, o buscarle parecidos con algunos rostros
conocidos o letras o signos…
Pasar los días atado a esta cama no es fácil.
¡Qué
va a ser!
Los mismos dolores que me aquejan desde chico
vuelven con potencia con los años, agrandados, impacientes, intolerantes.
Decían que iba a poder llevar una vida digna,
que cuando en mi cuerpo asomara la pubertad los síntomas serían menos visibles
y más fáciles de sobrellevar.
Nunca había oído un diagnóstico más
equivocado. No solo los dolores me consumían, sino que mi capacidad para
comunicarme, mi desarrollo normal, mi apetito y mis necesidades más básicas se
veían cada día más afectados y diezmados.
Lo único normal en todo este calvario era la
entereza de mi madre. Ella había sufrido mucho desde que escaparon de la guerra
con su familia y, apegadas a un programa de ayuda internacional, consiguieron
escapar de la limpieza étnica de los Balcanes para acabar en Estados Unidos con
mi padre y mis dos hermanos mayores.
Yo nací aquí, en Polinesia, la tierra
prometida para nuestra familia, el lugar al que emigró mi familia luego de una
vida difícil en América. Nadie contaba con mi mal. No había razón alguna para que lo hicieran.
No existían antecedentes familiares por ningún lado, no había armas químicas
que me hubieran afectado. Nada, era solo mala suerte.
Por esta razón jamás pude conocer el mar, ni
las colinas, ni pude ver las playas cercanas, ni siquiera los parques o las
plazas. Nada. Tan solo voy haciendo de
las figuras del humo mis sueños. A veces las formas se vuelven amenazadoras. Y me llaman desde la pared
desnuda. Me prometen villas y castillos pero no me atrevo a ir.
―Ven...ven... ven...
Sus voces son densas y siniestras.
Hoy vinieron a verme
dos de ellas. Tenían aspecto cansado y retraído. Casi no se fijaron en mí, pero
no les quedó alternativa, ya que ahí solamente estaba yo. Me propusieron un
interesante juego:
—Tú nos pones un
nombre y nosotras te abrazamos.
― ¡Genial!
Las llamé Terror y Espanto. Y ellas, con
total dedicación y afecto, me abrazan cada tarde. A eso de las cinco...
Piel
quemada
Almudena
Villalba - Náquera – España
Aquella
noche nos quemamos. La gente se apartaba a nuestro paso para esquivar las chispas
que salían de nuestros ojos. Fue mirarnos y empezar a querernos. Querer
besarnos, tocarnos, sentirnos vivos, como seres reales y sobrios de aquella
locura.
Esa
fuerza que atrae a los sentimientos irracionales nos unió de tal forma que lo
que había a nuestro alrededor quedó preso del humo de las hogueras y se
desvaneció.
No
hizo falta hablar. Veníamos de un mundo en el que las palabras habían
enmudecido a los gestos; en el nuestro, recién creado, solo hubo que sonreír
para entender.
Con
cada roce recordamos, con cada beso renacimos y en la languidez de esa noche
mágica nos unimos para afrontar la levedad, el paso de un tiempo atrapado en el devenir de las horas muertas.
Fuimos
inmortales, yo en tu piel y tú en la mía. El calor de las fogatas se alimentaba
de nuestros cuerpos. El mar, que nos observaba a los pies del lecho, se
contagió de los susurros y conquistó a la luna.
La madrugada nos sorprendió antes de tiempo; los
astros desconocen que los amantes derriten los relojes en las tórridas noches de
verano. El día auguró la despedida y los restos, esparcidos por la playa y
rodeados de cenizas, no
persuadieron mi retirada. Me fui
sin preguntar tu nombre. Durante años te busqué y, en todo ese tiempo, mi piel
cicatrizó. Ahora, arrugada por el efecto
del fuego que dejaste en ella, es mucho más dura.
Sabía
que estabas atrapado de la argolla que brillaba en tu dedo; ni siquiera la sal
en los ojos impidió que el oro me deslumbrara. No he podido olvidarte, aunque
quisiera. La ilusión de encontrarte destruyó cualquier intento de desfallecer.
Y si decaí alguna vez, la sonrisa de un
niño me levantó. Sí, nuestro frugal encuentro no fue arrastrado por la brisa,
sino que con sello lacrado cerró un círculo perfecto de pasión, amor y
vida. Tu parte la llevé conmigo y
creció en mi vientre. Fue el regalo de una noche en las que las brujas
conjuran, los deseos se escriben y las hogueras se saltan. O más bien, fue el
regalo de una realidad en la que las brujas conspiran, los
deseos se persiguen y los fuegos se apagan
dentro de las casas para que el humo no salga al exterior.
Y
aquí me veo temblorosa, con la esperanza
de que no me hayas olvidado y con la ilusión de que conozcas a tu hijo Juan.
Descubrirás en él la luz de tus ojos y una piel tostada, como señal de que
nuestro breve encuentro se tatuó a fuego aquel día de junio.
Mi
vida en Hanga Roa
Felipe Grisolía - Alicante
- España
Me gusta trepar con Mika por el rostro impasible de
cualquier moái. Normalmente lo hacemos al atardecer cuando los guardianes del
parque se relajan y se marchan los turistas. Nos llevamos una manta y yo la
ayudo a subir sujetándola por la cintura para que no resbale. Mika me deja
hacer. Aunque sus piernas son fuertes y están acostumbradas a corretear por el
campo, sabe que la piedra volcánica se vuelve resbaladiza con el aire salitroso
y es fácil perder el equilibrio.
Generalmente nos sentamos en la frente del monumento con
los pies apoyados en las cuencas vacías de sus ojos y la espalda apoyada sobre
la frente. Me imagino que desde lejos parecerá que le ha crecido el pelo.
Cuando llega la oscuridad nos cubrimos con la manta para
darnos calor y tratamos de descubrir nuevas estrellas. Las noches pascuenses
son frías pero transparentes. Yo suelo contarle historias. A Mika le encantan
mis historias porque dice que soy muy expresivo y que parecen reales. Supongo
que al moái también le gustan. Como en Rapa Nui nunca pasa nada se debe aburrir
como una ostra viendo pasar los siglos sin ninguna novedad.
Las historias que más le gustan a Mika son las que hablan
de países exóticos, de lugares donde la gente inunda las calles entre bandas de música y luces de colores. Donde
ríos de fuego se elevan en la oscuridad abrasando a su paso las formas de
cientos de demonios de cartón entre vítores y aplausos; sitios imaginarios cuyo
cielo se cubre de fuegos artificiales mientras los niños atruenan el aire con
sus risas. Cuando le pinto estas imágenes Mika se aprieta contra mí y se le
iluminan los ojos. Entonces me besa y me pide que le cuente más…
En ese momento, soy inmensamente feliz, me olvido del
silbido del viento y del ronroneo profundo del volcán que duerme amenazador
bajo mis pies. Siento que me gusta vivir en Hanga Roa. No me importa que mi
imaginación delirante tenga que inventarse sitios como los que le describo a
Mika. Me conformo con soñar que, en algún lugar del mundo, tal vez, sean una
hermosa realidad.
Fuego
en la ciudad
Francisca
Huamaní – Lima - Perú
Lo que tuvimos en esos años
fue una guerra. Igual de absurda como todas, toditas. Sin embargo, como todas
las guerras también fue injusta con los
que menos tienen. Con aquellos desterrados para siempre de sus campos, de sus
chacras, de su vida y obligados a vivir lejos, muy lejos, anhelando paz, en
lugares horribles de sol y arena, de esteras y más pobreza.
Claro, cada quien ve la
historia desde su propia esquina, cómoda o marginal, pero siempre propia. Yo la vi desde la orilla
marginal, desde abajo. Vi a militares malos, muy malos, insensibles y abusivos;
así eran. Vi senderitas tan malos y crueles como el sistema que querían
derrumbar. Malos fueron. No los olvido. Ni a los muertos que dejé sin enterrar,
sin misas ni oraciones y volviéndose polvo.
Los policías y los
militares en cambio eran diferentes. Ellos mataban y mataban bien. Los dejaban
bien muertos y enterrados; en huecos, que ahora encuentran los políticos y las
ONGs y se asombran. Hipócritas, como si
no hubieran sabido que en todo el país había desaparecidos… Y muchos. Pero
nadie se atrevía a reconocer que los pobres mueren. Y nadie los extraña.
También vi policías
humanos. Humanos como las monjas, como los que predican de casa en casa la
palabra de Dios. Bien buenos eran, pero igual llevaban pistolas que asustaban,
y mucho.
Todas las guerras son
absurdas. Y hoy, rasgarse las vestiduras por demostrar quiénes fueron más malos
o memos malos, también me parece absurdo. Los muertos no van a revivir, las
viudas no dejarán de llorar ni los huérfanos recuperarán la niñez feliz que
quizás pudieron tener. Así lo pienso.
Ustedes podrán ir de paseo
a la Polinesia y, ni aún lejos de estas tierras, comprenderán que quienes
tienen menos son, muchas veces, menos complicados que ustedes. Aunque ellos sí sufran
de vedad, de veritas.
Retorno
perpetuo
Laura Valdez – Cipolletti
- Argentina
Los Funestos temían al sol y odiaban el
fuego; por ello, sus guerras las ganaban en las sombras de la noche, donde eran
amos y señores. Cuando llegaron a la tierra creyeron que sería muy fácil
dominar a esa insignificante raza que encontraron. Nunca imaginaron que los
humanos resistirían, y triunfarían, apoyados en su gran amor por el otro y la
gran sabiduría de sus ancestros.
Los hombres vivían desde tiempos inmemoriales
en paz, armonía y respeto mutuo. Las palabras de los antiguos, aquellas que
fueron llamadas Ficciones Literarias, los habían guiado desde que tenían
memoria. Fue por ello que pudieron derrotar al Ejército Oscuro, aprovechando el
sol de la jornada más larga del año y haciendo arder una colosal hoguera
durante la noche más corta; y todo lo que pudo arder, ardió.
Desde entonces, los invasores se habían
disipado por las penumbras del mundo dejando a las comarcas en la más absoluta
desolación. Las viviendas habían ardido hasta sus bases, los árboles habían
sido talados, los libros habían alimentado las hogueras. Y, por ello, las
melodías habían enmudecido, los recuerdos se habían replegado al fondo de las
memorias, el mundo ya no era el gran refugio y el cielo había dejado de ser la
última esperanza. Los hombres, entonces, recurrieron a lo único que les
quedaba, las palabras. Y estas se transmitieron de padres a hijos, de hermanos
a hermanas, de ancianos a jóvenes y, con ellas, se construyó una nueva Era Humana.
La memoria fue, entonces, el gran privilegio
de los hombres, quienes se organizaron para no perder la historia de lo que
habían sido.
Cientos de años después, durante un cálido
anochecer, la comarca se preparaba para la Fiesta Anual del Fuego. Durante esa
jornada recordaban el Gran Triunfo contra los funestos. La ciudad bullía de
risas, sonidos y palabras. Los niños correteaban por las calles. Las mujeres
terminaban sus labores. Algunos hombres cantaban a viva voz su algarabía;
otros, concluyendo sus faenas, miraban satisfechos el entorno; se ultimaban los
detalles de la Fiesta Anual del Fuego. No imaginaban que, más allá de los
muros, el Ejército Oscuro se reagrupaba para atacar la comarca.
Por la noche, cuando todos festejaban la
vida, el Ejército Oscuro atacó nuevamente, renovado, vigoroso, poderoso e
implacable. Miles de vidas se perdieron, las comarcas volvieron a derrumbarse
bajo el ataque enemigo y todo pareció perderse para siempre. Pero dos niños,
que habían sido preparados para esta contingencia, corrieron sin parar hasta la
lejana cueva de la gran montaña. Sabían lo que debían hacer, fueron educados
para ello en el más absoluto secreto. Los sabios ancianos habían previsto el
nuevo ataque.
Corrieron sin parar hasta llegar a la nave y,
una vez en su interior, dieron la orden de partir. La nave tomó el rumbo para
la que había sido programada. Horas más tarde, un sol radiante iluminaba su
interior y las manos de los niños continuaban enlazadas mientras miraban
horrorizados la inmensa hoguera que crecía en el continente. Los Nefastos, sin
dudas, eran los nuevos amos del fuego.
Los niños miraron a su alrededor, la soledad
era absoluta, vestigios tecnológicos de esta Era Humana los acompañaban,
apilándose en los rincones. El piloto automático navegaría hasta que el peligro
pasara. Ellos no sabían cuánto tiempo les había sido dado.
Horrorizada, Hada se
abrazó al pequeño.
—No temas —la consoló
Evo— pronto volveremos.
La
espera
Liliana Ebner –
Buenos Aires - Argentina
Mientras saboreaba un helado vaso de anís con
agua, Prince pensaba en el increíble fin de semana que se avecinaba. Todo había
sido producto de una impensada concatenación de situaciones. El Congreso anual
de medicina genética se realizó en Sidney, su esposo se encontraba de viaje en
Houston y habían quedado esos dos días libres. Con sus colegas, entonces,
decidieron pasarlos en la Polinesia, un lugar que siempre había deseado
visitar.
Cuando llegaron a la isla de Maoui, ella se
dirigió a la playa con la corona de flores multicolores que le habían ofrecido
en el hotel. Como en brumas, recordó una historia ocurrida frente a otro mar,
hacía muchos anos. Eran dos adolescentes; ella, una joven inocente, él, un
pícaro incurable; y juntos despertaron al amor cándido, el que queda en el
alma. Un día debieron separarse y se prometieron otro encuentro. Sin embargo,
el oleaje torció su rumbo y los depositó en orillas diferentes. Cientos de
pleamares y bajamares se sucedieron y ellos nunca más volvieron a verse.
De pronto, una voz a sus espaldas la hizo
estremecer, era tan parecida a aquella otra que siempre recordaba. La brisa le
arrebató la corona de flores y el dueño
de esa voz que la conmovía la recogió. Mientras se encaminaba hacia ella, su
corazón comenzó a latir fuertemente.
—Es el —pensó— es él, no hay duda. Ese
hoyuelo en su mentón y esa forma de mirar son inconfundibles.
Cuando estuvieron frente a frete se
paralizaron sus miradas y sus cuerpos. Él la miraba atónito, de esa forma
inolvidable que no había perdido el
brillo pícaro ni la dulzura que tanto le gustaban.
Entonces sobrevino el abrazo que hizo
empalidecer al sol. Tomados de la mano, sin dejar de mirarse y de besarse
tiernamente, se contaron sus vidas; las que habían vivido durante ese medio
siglo que había transcurrido. Y, sobre las doradas arenas de Maui, se
abandonaron a las dulces caricias, a los apasionados besos, a las risas y al
dolor por lo que no fue.
El crepúsculo tiñó de rosa el horizonte,
entonces, suavemente primero y con pasión desbordada después, se unieron en un
apasionado beso. Las manos recorrían los cuerpos que ya no eran turgentes ni
tersos, pero si tan ardientes como el fuego. Sus bocas recorrían cada rincón,
que sabía a néctar y sal, y los estremecía de placer y gozo. Los gemidos ahogados
se confundían con el susurro de las olas, testigos mudas de ese juego amoroso
que nunca se había cumplido. Y llegó el éxtasis total, la comunión perfecta de
dos cuerpos que, cincuenta años después, lograron convertirse en uno solo. El
amanecer los encontró entrelazados, con los salitrosos cuerpos muy juntos y las
bocas, aún sedientas, palpitando.
Debieron separarse, sin palabras, sin
promesas, y como antes, el mar los depositó en diferentes orillas.
En
la Polinesia, en esa paradisíaca y mágica playa de Maui, unas suaves olas lamen
y borran, para siempre, la silueta de dos cuerpos dibujados en la arena, en su
primera y única noche de amor.
Muerte
inesperada
Netty del Valle –
Cartagena de Indias – Colombia
Era la hora del sopor, cuando da la sensación de que todo
se derrite y el vaho del calor se cuela por las rendijas de la tierra para
suspenderse entre las ramas de los árboles. Ellos dormían la siesta echados
unos encima de otros, sin preocuparse por la tormenta de fuego que se anunciaba
con incandescentes destellos bajando de la inmensa red del cielo…
Cuando despertaron, habían pasado doscientos quince
millones de años y no repararon, siquiera, que estaban muertos, hasta que
vieron que sus restos se habían convertido en oro negro y corrían
precipitadamente por un oleoducto de Arabia Saudita.
Sintieron la necesidad de seguir durmiendo; sin embargo
la ambición del voraz depredador del
planeta no los dejó…
Rizando
el rizo
Núria Burguillos –
L´Hospitalet de Llobregat – España
La
noche del año que más adoro es la de Sant Joan, por eso planeamos que nuestra
boda coincidiera con la verbena; además, el solsticio de verano es mágico para
la procreación y, a mi edad, ya no estaba para perder el tiempo. Ximo me complacía
en todo y yo estaba encantada de la vida, hubiera metido la mano en el fuego
por él; para acabar de rematarlo, nos íbamos de viaje de novios a la Polinesia.
Él sabía que yo adoraba esas islas y ya me imaginaba fotografiada como Marlon
Brando y su novia, con una corona de pétalos de flores en la cabeza.
A
una semana de la boda lo teníamos todo organizado; nos casaríamos en la playa,
al atardecer. Si teníamos suerte, y estaba segura de que la tendríamos, en el
momento del «sí, quiero» aparecería el rayo verde y todos nuestros deseos se
harían realidad. No contratamos orquesta porque nos parecía que el estallido de
los fuegos artificiales sonaría a música celestial y, en vez de pastel, comeríamos
coca de Sant Joan. Como broche final, los invitados traerían algo para quemar y
haríamos una hoguera gigante.
El
día antes de la boda teníamos que recoger los billetes de avión, pero mi futuro
marido no apareció a la hora acordada; en la agencia me dijeron: «Tranquila, su
novio vino ayer y lo arregló todo». Me extrañó un poco pero no le di más
importancia y me fui para casa la mar de feliz; al entrar lo encontré todo
diferente, como diría yo… despejado y, en la calle, la noche era un festival:
los petardos inundaban el barrio de alegría y el aroma a pólvora se colaba a
través del balcón. Pasadas las diez Ximo seguía sin aparecer; a las doce estaba
desesperada, pero a las doce y un minuto me mandó un WhastApp: «Perdona,
cariño, no puedo casarme contigo, lo mío es ir de flor en flor (con emoticones
de flores variadas). Siento haber llegado tan lejos…» Lo que sucedió después ya
lo pueden imaginar, o no…
La
verdad es que no reaccioné tan mal: aparentemente tranquila, cogí bolsas de
basura para meter todas sus pertenencias y quemarlas en la hoguera, pero no
pude… ¡Se lo había llevado todo, por eso había encontrado la casa tan ordenada!
Totalmente desconcertada me metí en la cama, aunque no conseguí pegar un ojo:
estuve toda la noche pensando en qué hacer con el viaje. A la mañana siguiente,
llamé a la agencia para decir que no se anulaba, que me iba yo solita. ¡Pero
tampoco pude salirme con la mía! El muy cabrón volaba desde hacía horas, con otra mujer, destino
Honolulu.
¡Hasta
ahí podíamos llegar! No me quedó más remedio que rendirme y hundirme en el
sillón. Como por arte de magia, mis ojos se convirtieron en las cataratas del
Iguazú y mi móvil no dejaba de silbar con los cientos de WhastApps que entraban
sin parar; hice caso omiso a los mensajes y puse la
televisión: «Noticia de última hora: se acaba de estrellar un avión».
Balla
amb mi la nit de Sant Joan
Pere Ferrer - Burjasot –
España
«Balla amb mi la nit de Sant Joan!». Sempre la
mateixa frase, sempre la mateixa petició: «Balla amb mi la nit de Sant Joan!». Ell
estava enamorat com un boig d'aquella xicona morena d'ulls verds com la mar
marejada una vesprada a la tardor. «Balla amb mi la nit de Sant Joan!» li deia
la Vanessa cada volta que és apropava la festa de fogueres i el Joan sempre
trobava alguna excusa o és feia el boig.
La veritat és que no anava amb ella ni la nit de
Sant Joan ni qualsevol altra nit. El Joan i la Vane, com li deia ell amb
afecte, eren veïns del mateix barri. Ella havia arribat a Alacant anys enrere,
provenint de ‘la meseta’ i de seguida és clavà amb ell. El veia diferent,
interessant, fràgil, però molt atractiu al seu estil. Ell la veia alegre, molt
rebonica, sempre amb un somriure i li feia gràcia el seu valencià amb accent de
La Manxa.
I un nou Sant Joan estava a punt d'arribar. I la
mare del Joan, la vespra de la festa, parlà amb ell i li agraí, com a fill únic
que era, el que fos tan formal i responsable.
―Joan, l'estiu s'apropa i compliràs deneu anys, però
necessites dur la mateixa vida tranquil·la, recorda la teua condició... comentà
sa mare, encara que Joan li va tallar la paraula.
―La meua condició, que tu dius mare, és una
malaltia, una gàbia que no em permet dur una vida normal i estic fart. No puc
més, mare!
Va eixir de casa tancant de sobte la porta. Joan
patia de naixement una al·lèrgia estranya a l'arena fina de platja, també a la
sal i havia d’evitar apropar-se al mar perquè només la brisa que bellugava
banderoles, para-sols i el vent que alçava la sorra li cremava la cara. No
podia trepitjar descalç a l'arena, cremades i bombolles li eixien de sols el
contacte. Sa mare volgué moltes voltes canviar de ciutat, però les seues
limitacions econòmiques any darrere any ho impedien. Ell mai havia baixat a la
platja. Sempre a jugar prop del barri i els dies de vent de llevant corrent a
casa.
Cap sabia de la seua rara malaltia, simplement els
amics acabaren deixant-lo de costat i des de que va arribar la Vane, ella mai
li va fer preguntes, encara que la seua proposició de tots els anys era com una
estratègia de la jove que pensava que el seu íntim amic podia tindre por a la
mar.
I la nit de Sant Joan, per primera volta baixaren
junts a la platja. Ella estava emocionada i ell no volia defraudar-la.
Caminaren per l'arena llevant-se de damunt la gent que és amuntonava per tot
arreu. Ell podia haver baixat protegit, però s’alliberà de sabates i roba, tan
sols un pantalonet i una samarreta, i caminaren i caminaren fins trobar un lloc
quasi tranquil prop de les roques. I
aquella nit Joan va gaudir de l'aigua, de la brisa, de la Vane i ballaren junts
i és besaren mentre ens miraven als ulls sense tancar- los. I amb una mirada
sorpresa Joan va voler retenir tot el que estava sentint i ballaren quasi tota
la nit, fins que a un moment donat la Vane va topar-se amb unes amigues i ell
amb la foscor de la nit és retirà i va comprovar com el seu cos s’emplenava de
llagues i una coentor insuportable recorria cames i braços. Poc a poc és va a
anar apartant i fugí sense forces i cada pas per l'arena de repent era com
caminar damunt les brases i cada volta ens va sentir mes dèbil. Era una platja
molt gran, molts metres d'arena separaven el passeig de l’aigua i ell enfilà
cap al passeig, però el camí és va tornar un infern. Començà a marejar-se, els peus
li abrasaven i caigué agenollat i notà com li cremaven mans i genolls. Alçà la
vista i li quedaven vora vint metres encara fins el passeig, no arribaria mai.
Ho intenta una volta mes i caigué de sobte. Va notar com la cara se li
escalfava a l'arena, però no tancà els ulls. Quan estava quasi sense sentit
unes mans que li cremaven i li feien malament al seu cos malferit el agarraren
i va veure els ulls d'ella i com l'alçà amb força i el va arrossegar fins un
banc del passeig. I allí li va dir la Vane: «Ja hem ballat prou per aquest Sant
Joan i tots els que vinguen!».
―T'estime Joan, i recorda que el nostre amor està
per damunt de secrets i silencis, recorda també que jo soc de secà i puc
prescindir d'un paisatge del que tots gaudim però que a tu et fa tant de
mal", li xiuxiuejà la Vane.
Es besaren càlidament i Joan per primera volta notà
un sabor salat que per a ell va ser d’allò més dolç.
O
encanto
Raquel Mejuto Canaval – A
Coruña – España
O luar,
que se abría paso a través das pólas das árbores, e as muxicas que ascendían da
cacharela iluminaban o camiño que ía paralelo ao rego que nacía na fonte da
Moura. O son da auga e os laios das follas ao ser pisadas compoñían unha
melodía en sintonía cos latexos dos corazóns.
Nun claro
da fraga a auga formaba unha poza onde a lúa reflectía a súa brancura, alí a
Moura detivo os pasos e sacou o manto da cabeza e estendeuno. Sete cores
cubriron o espello da lúa. As estrelas e os vagalumes rutilaban na contorna do
claro creando unha cúpula que protexía a intimidade das tres mulleres.
Sentaron
e cantaron acompasando a súa voz a música que saía dos instrumentos da noite de
San Xoán.
Ánimas
que nos protexedes
da
escuridade
dádenos,
se podedes,
felicidade.
Sombras
que danzades
ao
son do vento
dádenos,
se podedes,
coñecemento.
Lúa
espida cúbrete con este manto
coas
súas cores transfórmanos en Encanto.
O aire
ascendeu en espiral danzando a través dos cabelos mouros, rubios e louros
perseguindo as notas que se perdían entre as gaias.
A lúa
tomou as cores do Arco da Vella e cinguiu as tres nun Encanto.
Os ollos
chispearon de ledicia ata que o sono empezou a entornalos, cansos seguiron o
camiño a carón do rego, e decidiron andalo.
Tendo
como guía a auga chegarían ao río do muíño e dende alí, cos cabelos soltos, a
todas partes.
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