Relatos

 


Alba Eva Gómez Querves – Uruguay

  

El humo negro sube por las paredes de la chimenea hirviente dejando rastros de sombras que me encanta adivinar. Miles de historias se tejen en mi cabeza cuando trato de encontrarles formas que van desde hermosísimas flores de la Polinesia hasta fantásticas criaturas del planeta más lejano que existe, o buscarle parecidos con algunos rostros conocidos o letras o signos…

Pasar los días atado a esta cama no es fácil.

 ¡Qué va a ser!

Los mismos dolores que me aquejan desde chico vuelven con potencia con los años, agrandados, impacientes, intolerantes.

Decían que iba a poder llevar una vida digna, que cuando en mi cuerpo asomara la pubertad los síntomas serían menos visibles y más fáciles de sobrellevar.

Nunca había oído un diagnóstico más equivocado. No solo los dolores me consumían, sino que mi capacidad para comunicarme, mi desarrollo normal, mi apetito y mis necesidades más básicas se veían cada día más afectados y diezmados.

Lo único normal en todo este calvario era la entereza de mi madre. Ella había sufrido mucho desde que escaparon de la guerra con su familia y, apegadas a un programa de ayuda internacional, consiguieron escapar de la limpieza étnica de los Balcanes para acabar en Estados Unidos con mi padre y mis dos hermanos mayores.

Yo nací aquí, en Polinesia, la tierra prometida para nuestra familia, el lugar al que emigró mi familia luego de una vida difícil en América. Nadie contaba con mi mal.  No había razón alguna para que lo hicieran. No existían antecedentes familiares por ningún lado, no había armas químicas que me hubieran afectado. Nada, era solo mala suerte.

Por esta razón jamás pude conocer el mar, ni las colinas, ni pude ver las playas cercanas, ni siquiera los parques o las plazas. Nada. Tan solo voy  haciendo de las figuras del humo mis sueños. A veces las formas se vuelven  amenazadoras. Y me llaman desde la pared desnuda. Me prometen villas y castillos pero no me atrevo a ir.

―Ven...ven... ven...

Sus voces son densas y siniestras.

Hoy vinieron a verme dos de ellas. Tenían aspecto cansado y retraído. Casi no se fijaron en mí, pero no les quedó alternativa, ya que ahí solamente estaba yo. Me propusieron un interesante juego: 

—Tú nos pones un nombre y nosotras te abrazamos.

― ¡Genial!

Las llamé Terror y Espanto. Y ellas, con total dedicación y afecto, me abrazan cada tarde. A eso de las cinco...


 

Piel quemada

Almudena Villalba - Náquera – España

 

Aquella noche nos quemamos. La gente se apartaba a nuestro paso para esquivar las chispas que salían de nuestros ojos. Fue mirarnos y empezar a querernos. Querer besarnos, tocarnos, sentirnos vivos, como seres reales y sobrios de aquella locura.

Esa fuerza que atrae a los sentimientos irracionales nos unió de tal forma que lo que había a nuestro alrededor quedó preso del humo de las hogueras y se desvaneció.

No hizo falta hablar. Veníamos de un mundo en el que las palabras habían enmudecido a los gestos; en el nuestro, recién creado, solo hubo que sonreír para entender.

Con cada roce recordamos, con cada beso renacimos y en la languidez de esa noche mágica nos unimos para afrontar la levedad, el paso de un tiempo  atrapado en el devenir de las horas muertas.

Fuimos inmortales, yo en tu piel y tú en la mía. El calor de las fogatas se alimentaba de nuestros cuerpos. El mar, que nos observaba a los pies del lecho, se contagió de los susurros y conquistó a la luna.

La  madrugada nos sorprendió antes de tiempo; los astros desconocen que los amantes derriten los relojes en las tórridas noches de verano. El día auguró la despedida y los restos, esparcidos por la playa y rodeados de cenizas, no  persuadieron  mi retirada. Me fui sin preguntar tu nombre. Durante años te busqué y, en todo ese tiempo, mi piel cicatrizó. Ahora,  arrugada por el efecto del fuego que dejaste en ella, es mucho más dura.

Sabía que estabas atrapado de la argolla que brillaba en tu dedo; ni siquiera la sal en los ojos impidió que el oro me deslumbrara. No he podido olvidarte, aunque quisiera. La ilusión de encontrarte destruyó cualquier intento de desfallecer. Y si decaí alguna vez,  la sonrisa de un niño me levantó. Sí, nuestro frugal encuentro no fue arrastrado por la brisa, sino que con sello lacrado cerró un círculo perfecto de pasión, amor  y  vida. Tu parte  la llevé conmigo y creció en mi vientre. Fue el regalo de una noche en las que las brujas conjuran, los deseos se escriben y las hogueras se saltan. O más bien, fue el regalo  de una  realidad en la que las brujas conspiran, los deseos  se persiguen y los fuegos se apagan dentro de las casas para que el humo no salga al exterior.

Y aquí me veo temblorosa, con  la esperanza de que no me hayas olvidado y con la ilusión de que conozcas a tu hijo Juan. Descubrirás en él la luz de tus ojos y una piel tostada, como señal de que nuestro breve encuentro se tatuó a fuego aquel día de junio.

 

Mi vida en Hanga Roa

Felipe Grisolía - Alicante - España

 

Me gusta trepar con Mika por el rostro impasible de cualquier moái. Normalmente lo hacemos al atardecer cuando los guardianes del parque se relajan y se marchan los turistas. Nos llevamos una manta y yo la ayudo a subir sujetándola por la cintura para que no resbale. Mika me deja hacer. Aunque sus piernas son fuertes y están acostumbradas a corretear por el campo, sabe que la piedra volcánica se vuelve resbaladiza con el aire salitroso y es fácil perder el equilibrio.

Generalmente nos sentamos en la frente del monumento con los pies apoyados en las cuencas vacías de sus ojos y la espalda apoyada sobre la frente. Me imagino que desde lejos parecerá que le ha crecido el pelo.

Cuando llega la oscuridad nos cubrimos con la manta para darnos calor y tratamos de descubrir nuevas estrellas. Las noches pascuenses son frías pero transparentes. Yo suelo contarle historias. A Mika le encantan mis historias porque dice que soy muy expresivo y que parecen reales. Supongo que al moái también le gustan. Como en Rapa Nui nunca pasa nada se debe aburrir como una ostra viendo pasar los siglos sin ninguna novedad.

Las historias que más le gustan a Mika son las que hablan de países exóticos, de lugares donde la gente inunda las calles entre  bandas de música y luces de colores. Donde ríos de fuego se elevan en la oscuridad abrasando a su paso las formas de cientos de demonios de cartón entre vítores y aplausos; sitios imaginarios cuyo cielo se cubre de fuegos artificiales mientras los niños atruenan el aire con sus risas. Cuando le pinto estas imágenes Mika se aprieta contra mí y se le iluminan los ojos. Entonces me besa y me pide que le cuente más…

En ese momento, soy inmensamente feliz, me olvido del silbido del viento y del ronroneo profundo del volcán que duerme amenazador bajo mis pies. Siento que me gusta vivir en Hanga Roa. No me importa que mi imaginación delirante tenga que inventarse sitios como los que le describo a Mika. Me conformo con soñar que, en algún lugar del mundo, tal vez, sean una hermosa realidad.


 

 

Fuego en la ciudad

Francisca Huamaní – Lima - Perú

 

Lo que tuvimos en esos años fue una guerra. Igual de absurda como todas, toditas. Sin embargo, como todas las guerras  también fue injusta con los que menos tienen. Con aquellos desterrados para siempre de sus campos, de sus chacras, de su vida y obligados a vivir lejos, muy lejos, anhelando paz, en lugares horribles de sol y arena, de esteras y más pobreza.

Claro, cada quien ve la historia desde su propia esquina, cómoda o marginal, pero  siempre propia. Yo la vi desde la orilla marginal, desde abajo. Vi a militares malos, muy malos, insensibles y abusivos; así eran. Vi senderitas tan malos y crueles como el sistema que querían derrumbar. Malos fueron. No los olvido. Ni a los muertos que dejé sin enterrar, sin misas ni oraciones y volviéndose polvo.

Los policías y los militares en cambio eran diferentes. Ellos mataban y mataban bien. Los dejaban bien muertos y enterrados; en huecos, que ahora encuentran los políticos y las ONGs  y se asombran. Hipócritas, como si no hubieran sabido que en todo el país había desaparecidos… Y muchos. Pero nadie se atrevía a reconocer que los pobres mueren. Y nadie los extraña.

También vi policías humanos. Humanos como las monjas, como los que predican de casa en casa la palabra de Dios. Bien buenos eran, pero igual llevaban pistolas que asustaban, y mucho.

Todas las guerras son absurdas. Y hoy, rasgarse las vestiduras por demostrar quiénes fueron más malos o memos malos, también me parece absurdo. Los muertos no van a revivir, las viudas no dejarán de llorar ni los huérfanos recuperarán la niñez feliz que quizás pudieron tener. Así lo pienso.

Ustedes podrán ir de paseo a la Polinesia y, ni aún lejos de estas tierras, comprenderán que quienes tienen menos son, muchas veces, menos complicados que ustedes. Aunque ellos sí sufran de vedad, de veritas.


 

Retorno perpetuo

Laura Valdez – Cipolletti - Argentina

 

Los Funestos temían al sol y odiaban el fuego; por ello, sus guerras las ganaban en las sombras de la noche, donde eran amos y señores. Cuando llegaron a la tierra creyeron que sería muy fácil dominar a esa insignificante raza que encontraron. Nunca imaginaron que los humanos resistirían, y triunfarían, apoyados en su gran amor por el otro y la gran sabiduría de sus ancestros.

Los hombres vivían desde tiempos inmemoriales en paz, armonía y respeto mutuo. Las palabras de los antiguos, aquellas que fueron llamadas Ficciones Literarias, los habían guiado desde que tenían memoria. Fue por ello que pudieron derrotar al Ejército Oscuro, aprovechando el sol de la jornada más larga del año y haciendo arder una colosal hoguera durante la noche más corta; y todo lo que pudo arder, ardió.

Desde entonces, los invasores se habían disipado por las penumbras del mundo dejando a las comarcas en la más absoluta desolación. Las viviendas habían ardido hasta sus bases, los árboles habían sido talados, los libros habían alimentado las hogueras. Y, por ello, las melodías habían enmudecido, los recuerdos se habían replegado al fondo de las memorias, el mundo ya no era el gran refugio y el cielo había dejado de ser la última esperanza. Los hombres, entonces, recurrieron a lo único que les quedaba, las palabras. Y estas se transmitieron de padres a hijos, de hermanos a hermanas, de ancianos a jóvenes y, con ellas, se construyó una nueva Era Humana.

La memoria fue, entonces, el gran privilegio de los hombres, quienes se organizaron para no perder la historia de lo que habían sido.

Cientos de años después, durante un cálido anochecer, la comarca se preparaba para la Fiesta Anual del Fuego. Durante esa jornada recordaban el Gran Triunfo contra los funestos. La ciudad bullía de risas, sonidos y palabras. Los niños correteaban por las calles. Las mujeres terminaban sus labores. Algunos hombres cantaban a viva voz su algarabía; otros, concluyendo sus faenas, miraban satisfechos el entorno; se ultimaban los detalles de la Fiesta Anual del Fuego. No imaginaban que, más allá de los muros, el Ejército Oscuro se reagrupaba para atacar la comarca.

Por la noche, cuando todos festejaban la vida, el Ejército Oscuro atacó nuevamente, renovado, vigoroso, poderoso e implacable. Miles de vidas se perdieron, las comarcas volvieron a derrumbarse bajo el ataque enemigo y todo pareció perderse para siempre. Pero dos niños, que habían sido preparados para esta contingencia, corrieron sin parar hasta la lejana cueva de la gran montaña. Sabían lo que debían hacer, fueron educados para ello en el más absoluto secreto. Los sabios ancianos habían previsto el nuevo ataque.

Corrieron sin parar hasta llegar a la nave y, una vez en su interior, dieron la orden de partir. La nave tomó el rumbo para la que había sido programada. Horas más tarde, un sol radiante iluminaba su interior y las manos de los niños continuaban enlazadas mientras miraban horrorizados la inmensa hoguera que crecía en el continente. Los Nefastos, sin dudas, eran los nuevos amos del fuego.

Los niños miraron a su alrededor, la soledad era absoluta, vestigios tecnológicos de esta Era Humana los acompañaban, apilándose en los rincones. El piloto automático navegaría hasta que el peligro pasara. Ellos no sabían cuánto tiempo les había sido dado.

Horrorizada, Hada se abrazó al pequeño. 

—No temas —la consoló Evo— pronto volveremos.

 


 

 

La espera

Liliana Ebner – Buenos Aires - Argentina

 

Mientras saboreaba un helado vaso de anís con agua, Prince pensaba en el increíble fin de semana que se avecinaba. Todo había sido producto de una impensada concatenación de situaciones. El Congreso anual de medicina genética se realizó en Sidney, su esposo se encontraba de viaje en Houston y habían quedado esos dos días libres. Con sus colegas, entonces, decidieron pasarlos en la Polinesia, un lugar que siempre había deseado visitar.

Cuando llegaron a la isla de Maoui, ella se dirigió a la playa con la corona de flores multicolores que le habían ofrecido en el hotel. Como en brumas, recordó una historia ocurrida frente a otro mar, hacía muchos anos. Eran dos adolescentes; ella, una joven inocente, él, un pícaro incurable; y juntos despertaron al amor cándido, el que queda en el alma. Un día debieron separarse y se prometieron otro encuentro. Sin embargo, el oleaje torció su rumbo y los depositó en orillas diferentes. Cientos de pleamares y bajamares se sucedieron y ellos nunca más volvieron a verse.

De pronto, una voz a sus espaldas la hizo estremecer, era tan parecida a aquella otra que siempre recordaba. La brisa le arrebató la corona de flores  y el dueño de esa voz que la conmovía la recogió. Mientras se encaminaba hacia ella, su corazón  comenzó a latir fuertemente.

—Es el —pensó— es él, no hay duda. Ese hoyuelo en su mentón y esa forma de mirar son inconfundibles.

Cuando estuvieron frente a frete se paralizaron sus miradas y sus cuerpos. Él la miraba atónito, de esa forma inolvidable  que no había perdido el brillo pícaro ni la dulzura que tanto le gustaban.

Entonces sobrevino el abrazo que hizo empalidecer al sol. Tomados de la mano, sin dejar de mirarse y de besarse tiernamente, se contaron sus vidas; las que habían vivido durante ese medio siglo que había transcurrido. Y, sobre las doradas arenas de Maui, se abandonaron a las dulces caricias, a los apasionados besos, a las risas y al dolor por lo que no fue.

El crepúsculo tiñó de rosa el horizonte, entonces, suavemente primero y con pasión desbordada después, se unieron en un apasionado beso. Las manos recorrían los cuerpos que ya no eran turgentes ni tersos, pero si tan ardientes como el fuego. Sus bocas recorrían cada rincón, que sabía a néctar y sal, y los estremecía de placer y gozo. Los gemidos ahogados se confundían con el susurro de las olas, testigos mudas de ese juego amoroso que nunca se había cumplido. Y llegó el éxtasis total, la comunión perfecta de dos cuerpos que, cincuenta años después, lograron convertirse en uno solo. El amanecer los encontró entrelazados, con los salitrosos cuerpos muy juntos y las bocas, aún sedientas, palpitando.

Debieron separarse, sin palabras, sin promesas, y como antes, el mar los depositó en diferentes orillas.

En la Polinesia, en esa paradisíaca y mágica playa de Maui, unas suaves olas lamen y borran, para siempre, la silueta de dos cuerpos dibujados en la arena, en su primera y única noche de amor.


 

 

Muerte inesperada

Netty del Valle – Cartagena de Indias – Colombia

 

Era la hora del sopor, cuando da la sensación de que todo se derrite y el vaho del calor se cuela por las rendijas de la tierra para suspenderse entre las ramas de los árboles. Ellos dormían la siesta echados unos encima de otros, sin preocuparse por la tormenta de fuego que se anunciaba con incandescentes destellos bajando de la inmensa red del cielo…

Cuando despertaron, habían pasado doscientos quince millones de años y no repararon, siquiera, que estaban muertos, hasta que vieron que sus restos se habían convertido en oro negro y corrían precipitadamente por un oleoducto de Arabia Saudita.

Sintieron la necesidad de seguir durmiendo; sin embargo la ambición del voraz  depredador del planeta  no los dejó…


 

 

Rizando el rizo

Núria Burguillos – L´Hospitalet de Llobregat – España

 

            La noche del año que más adoro es la de Sant Joan, por eso planeamos que nuestra boda coincidiera con la verbena; además, el solsticio de verano es mágico para la procreación y, a mi edad, ya no estaba para perder el tiempo. Ximo me complacía en todo y yo estaba encantada de la vida, hubiera metido la mano en el fuego por él; para acabar de rematarlo, nos íbamos de viaje de novios a la Polinesia. Él sabía que yo adoraba esas islas y ya me imaginaba fotografiada como Marlon Brando y su novia, con una corona de pétalos de flores en la cabeza.

            A una semana de la boda lo teníamos todo organizado; nos casaríamos en la playa, al atardecer. Si teníamos suerte, y estaba segura de que la tendríamos, en el momento del «sí, quiero» aparecería el rayo verde y todos nuestros deseos se harían realidad. No contratamos orquesta porque nos parecía que el estallido de los fuegos artificiales sonaría a música celestial y, en vez de pastel, comeríamos coca de Sant Joan. Como broche final, los invitados traerían algo para quemar y haríamos una hoguera gigante.

            El día antes de la boda teníamos que recoger los billetes de avión, pero mi futuro marido no apareció a la hora acordada; en la agencia me dijeron: «Tranquila, su novio vino ayer y lo arregló todo». Me extrañó un poco pero no le di más importancia y me fui para casa la mar de feliz; al entrar lo encontré todo diferente, como diría yo… despejado y, en la calle, la noche era un festival: los petardos inundaban el barrio de alegría y el aroma a pólvora se colaba a través del balcón. Pasadas las diez Ximo seguía sin aparecer; a las doce estaba desesperada, pero a las doce y un minuto me mandó un WhastApp: «Perdona, cariño, no puedo casarme contigo, lo mío es ir de flor en flor (con emoticones de flores variadas). Siento haber llegado tan lejos…» Lo que sucedió después ya lo pueden imaginar, o no…

            La verdad es que no reaccioné tan mal: aparentemente tranquila, cogí bolsas de basura para meter todas sus pertenencias y quemarlas en la hoguera, pero no pude… ¡Se lo había llevado todo, por eso había encontrado la casa tan ordenada! Totalmente desconcertada me metí en la cama, aunque no conseguí pegar un ojo: estuve toda la noche pensando en qué hacer con el viaje. A la mañana siguiente, llamé a la agencia para decir que no se anulaba, que me iba yo solita. ¡Pero tampoco pude salirme con la mía! El muy cabrón volaba desde  hacía horas, con otra mujer, destino Honolulu.

            ¡Hasta ahí podíamos llegar! No me quedó más remedio que rendirme y hundirme en el sillón. Como por arte de magia, mis ojos se convirtieron en las cataratas del Iguazú y mi móvil no dejaba de silbar con los cientos de WhastApps que entraban sin parar; hice caso omiso a los mensajes y puse la televisión: «Noticia de última hora: se acaba de estrellar un avión».


 

 

Balla amb mi la nit de Sant Joan

Pere Ferrer - Burjasot – España

 

«Balla amb mi la nit de Sant Joan!». Sempre la mateixa frase, sempre la mateixa petició: «Balla amb mi la nit de Sant Joan!». Ell estava enamorat com un boig d'aquella xicona morena d'ulls verds com la mar marejada una vesprada a la tardor. «Balla amb mi la nit de Sant Joan!» li deia la Vanessa cada volta que és apropava la festa de fogueres i el Joan sempre trobava alguna excusa o és feia el boig.

La veritat és que no anava amb ella ni la nit de Sant Joan ni qualsevol altra nit. El Joan i la Vane, com li deia ell amb afecte, eren veïns del mateix barri. Ella havia arribat a Alacant anys enrere, provenint de ‘la meseta’ i de seguida és clavà amb ell. El veia diferent, interessant, fràgil, però molt atractiu al seu estil. Ell la veia alegre, molt rebonica, sempre amb un somriure i li feia gràcia el seu valencià amb accent de La Manxa.

I un nou Sant Joan estava a punt d'arribar. I la mare del Joan, la vespra de la festa, parlà amb ell i li agraí, com a fill únic que era, el que fos tan formal i responsable.

―Joan, l'estiu s'apropa i compliràs deneu anys, però necessites dur la mateixa vida tranquil·la, recorda la teua condició... comentà sa mare, encara que Joan li va tallar la paraula.

―La meua condició, que tu dius mare, és una malaltia, una gàbia que no em permet dur una vida normal i estic fart. No puc més, mare!

Va eixir de casa tancant de sobte la porta. Joan patia de naixement una al·lèrgia estranya a l'arena fina de platja, també a la sal i havia d’evitar apropar-se al mar perquè només la brisa que bellugava banderoles, para-sols i el vent que alçava la sorra li cremava la cara. No podia trepitjar descalç a l'arena, cremades i bombolles li eixien de sols el contacte. Sa mare volgué moltes voltes canviar de ciutat, però les seues limitacions econòmiques any darrere any ho impedien. Ell mai havia baixat a la platja. Sempre a jugar prop del barri i els dies de vent de llevant corrent a casa.

Cap sabia de la seua rara malaltia, simplement els amics acabaren deixant-lo de costat i des de que va arribar la Vane, ella mai li va fer preguntes, encara que la seua proposició de tots els anys era com una estratègia de la jove que pensava que el seu íntim amic podia tindre por a la mar.

I la nit de Sant Joan, per primera volta baixaren junts a la platja. Ella estava emocionada i ell no volia defraudar-la. Caminaren per l'arena llevant-se de damunt la gent que és amuntonava per tot arreu. Ell podia haver baixat protegit, però s’alliberà de sabates i roba, tan sols un pantalonet i una samarreta, i caminaren i caminaren fins trobar un lloc quasi  tranquil prop de les roques. I aquella nit Joan va gaudir de l'aigua, de la brisa, de la Vane i ballaren junts i és besaren mentre ens miraven als ulls sense tancar- los. I amb una mirada sorpresa Joan va voler retenir tot el que estava sentint i ballaren quasi tota la nit, fins que a un moment donat la Vane va topar-se amb unes amigues i ell amb la foscor de la nit és retirà i va comprovar com el seu cos s’emplenava de llagues i una coentor insuportable recorria cames i braços. Poc a poc és va a anar apartant i fugí sense forces i cada pas per l'arena de repent era com caminar damunt les brases i cada volta ens va sentir mes dèbil. Era una platja molt gran, molts metres d'arena separaven el passeig de l’aigua i ell enfilà cap al passeig, però el camí és va tornar un infern. Començà a marejar-se, els peus li abrasaven i caigué agenollat i notà com li cremaven mans i genolls. Alçà la vista i li quedaven vora vint metres encara fins el passeig, no arribaria mai. Ho intenta una volta mes i caigué de sobte. Va notar com la cara se li escalfava a l'arena, però no tancà els ulls. Quan estava quasi sense sentit unes mans que li cremaven i li feien malament al seu cos malferit el agarraren i va veure els ulls d'ella i com l'alçà amb força i el va arrossegar fins un banc del passeig. I allí li va dir la Vane: «Ja hem ballat prou per aquest Sant Joan i tots els que vinguen!».

―T'estime Joan, i recorda que el nostre amor està per damunt de secrets i silencis, recorda també que jo soc de secà i puc prescindir d'un paisatge del que tots gaudim però que a tu et fa tant de mal", li xiuxiuejà la Vane.

Es besaren càlidament i Joan per primera volta notà un sabor salat que per a ell va ser d’allò més dolç.


 

 

O encanto

Raquel Mejuto Canaval – A Coruña – España

 

O luar, que se abría paso a través das pólas das árbores, e as muxicas que ascendían da cacharela iluminaban o camiño que ía paralelo ao rego que nacía na fonte da Moura. O son da auga e os laios das follas ao ser pisadas compoñían unha melodía en sintonía cos latexos dos corazóns.

Nun claro da fraga a auga formaba unha poza onde a lúa reflectía a súa brancura, alí a Moura detivo os pasos e sacou o manto da cabeza e estendeuno. Sete cores cubriron o espello da lúa. As estrelas e os vagalumes rutilaban na contorna do claro creando unha cúpula que protexía a intimidade das tres mulleres.

Sentaron e cantaron acompasando a súa voz a música que saía dos instrumentos da noite de San Xoán.

Ánimas que nos protexedes

da escuridade

dádenos, se podedes,

felicidade.

Sombras que danzades

ao son do vento

dádenos, se podedes,

coñecemento.

Lúa espida cúbrete con este manto

coas súas cores transfórmanos  en Encanto.

O aire ascendeu en espiral danzando a través dos cabelos mouros, rubios e louros perseguindo as notas que se perdían entre as gaias.

A lúa tomou as cores do Arco da Vella e cinguiu as tres nun Encanto.

Os ollos chispearon de ledicia ata que o sono empezou a entornalos, cansos seguiron o camiño a carón do rego, e decidiron andalo.

Tendo como guía a auga chegarían ao río do muíño e dende alí, cos cabelos soltos, a todas partes.

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