Mi amado profesor, mi amigo / Graciela Tórtora

José María Pérez Roldán tenía veintiocho años cuando lo conocí en el Colegio Normal número cuatro Estanislao Ceballos, en la Capital Federal, hoy CABA. Era el año 1963. Estaba cursando cuarto año del secundario y el profe nuevo de Pedagogía Social era José María.

Cuando entró en la sala, las cuarenta alumnas que éramos, no podíamos creer que ese bombón era nuestro nuevo profesor. Puedo decir que en los dos años que lo tuvimos como profesor, nos enseñó muchísimo de pedagogía, pero nos enseñó mucho más de la literatura y de la sociedad. Hoy, cincuenta años atrás de despedirnos del secundario, cuando hablo con mis ex compañeras, siempre sale su nombre y alguna anécdota.

José María había nacido en Buenos Aires, el 27 de agosto de 1935. Era el único hijo del matrimonio formado por Juana Roldán y José María Pérez Suárez. Vivió toda su vida en Recoleta, un barrio muy tradicional de Buenos Aires. Sus padres, católicos fervientes, lo bautizaron en la Iglesia del Pilar y fue en esa iglesia donde obtuvo toda su formación religiosa.

Estudiante destacado desde pequeño en el Colegio San José, sus padres lo hicieron concursar para ingresar al Nacional Buenos Aires. Lo hizo con el mayor puntaje. Su papá era abogado de gran reputación y pretendía que su hijo siguiera sus pasos.

José María tenía otras ideas, pero no se las confesó a sus padres. Quería ser maestro, profesor de pedagogía, para poder formar gente y ayudar a construir un mundo mejor, más equitativo. Soñaba con un país justo en todos los niveles sociales, sobre todo en la educación y en la salud.

Sus padres casi mueren infartados cuando se enteraron de su decisión. Hubo convocatoria familiar para convencerlo de hacer un giro en su vida. Accedió. Parecía un joven introvertido y manejable pero, aunque de pocas palabras, era muy firme en sus convicciones. Puso una condición: hacer las dos carreras. Y así fue. Se recibió con honores en ambas universidades, la de la UBA y en la Católica.
Nunca ejerció de abogado. Amaba la docencia. Y con nosotras, sus alumnas de quinto segunda, habló todo lo que nunca pudo con sus padres.

El proceso fue lento. Nos enseñaba pedagogía, pero nos sugería leer mucho. Con él descubrimos a Rubén Darío y sus “Perlas Negras”, a Abelardo Castillo en “Las Otras puertas”, a Violeta Parra, a Oscar Wilde, a Simone de Beauvoir, Karl Marx, Nietsche, en fin, tanto, tanto…

José María era alto y muy flaco. Fumaba como un vampiro y vestía muy diferente que los otros profesores. Jamás corbatas, siempre pañuelos alrededor de su cuello, siempre gemelos en sus camisas. Pelo ni largo ni corto suelto al viento. Muy irreverente para la época.

Ya estando yo en quinto año, un día en tren de confesiones, que si nos gustaba algún chico, que qué sentíamos con respecto al sexo, nos confesó su homosexualidad, algo que nosotras sospechábamos, con la promesa de las cuarenta alumnas de jamás decir su “defecto”. Ese día lo amamos más que nunca.

Fanático de los Beatles, su pelo fue mutando como el de los componentes del grupo. A la salida del colegio, algunas de nosotras nos íbamos con él, a comer pizza al Destino, una pizzería que estaba en la esquina de Rivadavia y Acoyte. Hablábamos de todo, de su novio, de los nuestros, de los Beatles, de su actividad política, absolutamente a favor del presidente Íllia, pero temeroso de los militares a los que no les gustaba las ideas pacíficas del presidente.

Cuando nos despedimos el 27 de noviembre de 1964, porque ya éramos maestras y teníamos que seguir nuestros caminos, nos contó que él también abandonaría la escuela. Alguien había delatado sus preferencias sexuales y lo habían puesto de patitas en la calle.

Nos escribimos durante años, ya que él se había ido a vivir a Córdoba junto con su pareja. Se habían instalado en una pequeña ciudad llamada El Nono. Él ejercía como maestro de escuela y su novio, Eduardo, era el médico del pequeñísimo dispensario del lugar. Tuvieron que guardar las apariencias, como siempre, pero el hervidero político en el que se encontraba el país, los hizo involucrarse en ayudar a los más necesitados. Eso los delató.

En 1971, ya hacía mucho tiempo que estaba sin noticias de José María cuando, un día, recibí el libro "La Otras Puertas", de Abelardo Castillo, en mi casa. Era de él, estaba todo subrayado y en la última página estaba escrito: "Adiós". Era evidente que no quería involucrarme en nada de lo que él hacía. Me cuidó. Lloré mucho, hasta que los ojos se me secaron.

Muchos años después, en el libro “Nunca más”, estaban José María y su pareja, en la lista de los desaparecidos, Nadie sabe si murieron, si están vivos, qué fue de ellos. Muchas alumnas del quinto segunda, del Normal cuatro, estaremos eternamente agradecidas de su entereza, de habernos abierto los ojos, de hacernos ver que todos los amores son verdaderos, que es educación lo que necesitamos como sociedad, que como maestros debemos saber qué necesita cada uno de nuestros alumnos, que no hay prohibición para el conocimiento, que debemos respetar al prójimo porque el prójimo somos nosotros mismos, a luchar por lo que queremos, a ayudar al necesitado, a ser generosos… Por abrirnos nuestras mentes, por darnos las armas para amar, gracias, ¡eternamente gracias José María!

Nota de la autora: Todos los hechos son reales, salvo los nombres del protagonista, de su familia,y de su pareja. Lamentablemente tengo alguna que otra foto, guardada en BuenosAires. Al vivir en Lima está todo guardado.

2 comentarios:

  1. Impresionante relato sobre la vida de un profesor muy especial. El final me ha dejado muy triste. Las biografía es un género literario que ayuda a que la vida de las personas por este mundo nunca se olvide.

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  2. Gracias Núria. Me alegra el saber que pude expresar a través de mi escrito, el amor y respeto incondicional a mi gran profesor.

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