Marianito / Francisca Huamaní


En una familia Testigo de Jehová los cumpleaños pasan desapercibidos.  No nos visitan ni amigos ni familiares, tampoco hay abrazos ni felicitaciones de los padres ni de los hermanos.
Mi abuela Laura, única católica en el hogar, se esforzaba en preparar el plato favorito del cumpleañero. Lo hacía clandestinamente. Y claro que era yo quien le recordaba las fechas especiales. Ella era muy mayor para pensar en días, meses y años. Cuando mi abuela cocinaba nadie podía resistirse a su sazón, ni siquiera el saber que se estaba pecando y ofendiendo a Dios al celebrarse a uno mismo. Todos disfrutábamos de cenar juntos.
Yo ayudaba a mi “abue”, como la llamaba con amor. No me molestaba ayudarle, al contrario era feliz al sentirme útil y ayudar en  la casa, en reemplazarla como única hija mujer. Sin embargo, como un ama de casa infantil, a veces sentía que mi labor no era bien valorada. Ya que  mis hermanos nunca se esforzaron demasiado en ayudarme en la limpieza de la casa, si es que no había una orden de por medio. Mi madre trabajaba y mi padre lo hacía en doble turno.
Era mi hermano mayor, Mariano, el más bueno de los hermanos; y sin embargo el más perezoso en las labores domésticas. No obstante,Eduardo y yo lo divinizábamos. No éramos los únicos, los chicos del barrio lo tenían como líder. Su popularidad y simpatía eran admiradas por los vecinos y sin embargo el chico de la sonrisa espectacular odiaba arreglar su cama, recoger sus platos y lavar su ropa. Y aunque Eduardo detestaba limpiar la casa y lavar los platos —no estaba en su apretada agenda social infantil—, su ropa solo la lavaba él. Una agenda que siempre lo hacía vestir pulcro. Por eso, desde niño, aprendió a lavar la ropa mejor que mi mamá y su técnica en el planchado es algo que aún no logro aprender. Como buen Testigo de Jehová que es, sus ternos son impecables. Y aún hasta ahora no permite que nadie se encargue del cuidado de sus prendas.
Los cumpleaños eran, salvo la hora del almuerzo, un día cotidiano. Jamás abrimos regalos en esas fechas. Los regalos llegaban siempre de sorpresa. Preferentemente a fin de año, cuando mi padre, obrero de la fábrica Sayón, recibía orgulloso las libretas de sus estudiosos hijos. Los maestros lo felicitaban y recuerdo con melancolía su alegría: una felicidad recibida con la humildad que siempre lo ha caracterizado. Y sin embargo, era en esas fechas en que se olvidaba de la regla de ahorro al extremo. Un año en un acto de no tener tino para elegir regalos adecuados para niños de 10 y 8 años, nos regaló una máquina de coser, que jamás utilizamos y que se malogró por falta de uso. Sin embargo, la máquina de escribir fue un regalo que apreciamos. Ya en nuestra juventud, cuando las computadoras aún eran carísimas, nos regaló una. Felicidad entre nosotros.
Escribo sobre los cumpleaños porque el destino se ha encargado de hacerme olvidar el mío. Hubo una época en que aprendí a recibir regalos y hasta había asimilado festejarlo, clandestinamente, pero con la felicidad que se amerita. Y son testigos algunos buenos amigos que me acompañaron  en las celebraciones. Ellos tuvieron que aprender —al principio— a festejarlo con bostezos en algunas cafeterías universitarias con queque y café.
Vienen a mi mente estos recuerdos ya que un 6 de octubre, mi sobrino Marianito murió después de treinta días de agonía. Lo enterramos un 7 de octubre, el día de mi cumpleaños. Todos los días, la sonrisa de Marianito me demostraba que Dios existía. Marianito era feliz, muy feliz, pese a haber nacido con espina bífida e hidrocefalia, un mal congénito que hace que su cabeza crezca, la cual sólo se logró controlar tras ocho operaciones antes de cumplir los dos meses de nacido.
Marianito nos sonreía siempre pese a que sus piernas eran inútiles y sabía que debía de usar pañales de por vida. Parecía estar satisfecho con su vida, pese a que los dolores estaban presentes a cada hora. Yo lo amaba porque su sonrisa me hacía feliz, porque su voz a veces era celestial. Yo lo amaba porque él me hacía creer más en Dios. Y lo amaba, porque pese a su enfermedad e inundar mis recuerdos con la tristeza de un hospital, él fue un ángel.
Su breve vida me hizo valorar más la mía. Me hizo pensar en  que Dios siempre quiere algo de nosotros y no que nosotros esperemos mucho de él. Por eso cada 7 de octubre, día de mi cumpleaños,  recuerdo que estoy viva para ayudar, no para pedir favores. Y sin embargo, la pena por su ausencia me hace no sonreír, no querer que lleguen esas fechas. Lo extraño. Marianito era un ángel que nos visitó para hacernos ver que la vida es tal cual la vemos en nuestro corazón, porque, pese a algunos padecimientos, nuestras piernas funcionan, y pese a los problemas, estamos vivos y fuertes para encontrar una solución.
Lo que más me sorprendió es que cuando Marianito estaba vivo, más sano que nunca, en agosto del 2000, le dijo a su padre, mi hermano Mariano: “No llores cuando muera porque pronto moriré”. Tres meses después se fue, un mes antes de cumplir seis años de edad.
Pero sus palabras, su alegría y su fe en Dios viven en nosotros. Ese fue su regalo de cumpleaños para su única tía. Mi cuñada es hija única.
Hoy, quince años después de su  muerte, veo en mis recuerdos su cadáver en un ataúd, aún no olvido su rostro triste, triste. Fue la única vez que lo vi así. Tuvo que estar muerto para dejarse ganar por esa tristeza que supuestamente estuvo presente en su vida.

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