Los cuervos / Almudena Villalba Organero


«Avanza entre rumores y asperezas,

seguida de miradas inclementes.

Cotorras, que alimentan con sus voces,

Los coros de las damas de una muerte

con difunta ahogada en la tristeza.

Y ensucian, con lenguas de estropajo, el caudal en llanto de su fuente»

Era un mozo «plantao», alto, rubio y con los ojos más pícaros que había visto en el pueblo. Cuando le guiñó uno de ellos, le entró una risita nerviosa que acudía siempre con solo recordarlo. Al cabo de una semana se olvidó de aquello y siguió fantaseando con las historias de su amiga Pilar cuando acudían a lavar a la fuente.

La segunda vez que se encontraron fue en la procesión del Cristo del Consuelo. Él de traje y ella de mantilla, atrevido él, ruborizada ella. La luz de la vela que portaba brillaba menos que la sonrisa descarada del mozo y sus mejillas más que el encarnado tono de la cera. 

Con la misma religiosidad que marcaba el paso de los creyentes, Eduardo conquistó a Manuela, la muchacha de cabellos oscuros y mirada de ébano, que inspiró sus más bellos poemas.

Habían pasado tres años de paseos vespertinos arrastrando la sombra de la tía soltera de su novia, uno para tomarle la mano, dos para rozar su mejilla al despedirse y el tercero para concretar la fecha de la boda. Los preparativos llenaban los días de ilusión y las noches de sueños sobre casas construidas, hijos correteando y pasiones desconocidas, aunque no poco excitantes.

El día de los anhelos rotos llegó escrito en una carta del gobierno de la república para él y para ella de los labios temblorosos de su amado. La guerra se presentaba como un macabro paréntesis en su vida. Eduardo querría parar el tiempo entre corchetes, no temer al retorno sin la vida ni a la amenaza de los celos si tardaba. 

El amor no es de lógicas ni de cálculos. El impulso de la juventud ansiosa, que arrebata los prejuicios de las caricias prohibidas sin alianzas, fue el sello de una unión entre dos almas con su propio dogma: «Me voy, y si no vuelvo llevaré tu sabor en mi desgracia».

Manuela vivió dos años de miradas, de reproches, de susurros. A la vez que un tiempo de sonrisas, de ternura y del reflejo de su amor en unos ojos, que salieron de su vientre, a fuerza de los gritos que acallaron tantas voces y las lágrimas que borraron tantas caras. 

El reencuentro de los tres una mañana culminó este relato de amor, que ocupó múltiples tardes de ruines chismorreos que Manuela esquivó, como su novio las balas.

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