Sale del pueblo y sigue el
camino que hay a la derecha de la estación, donde el cruce señala la ciudad, no
el pantano. Es menuda, no alcanza el metro de estatura y tiene el cabello
lacio, de color rubio ceniza, con unas mechas que proyectan destellos dorados
en el cielo cuando los rayos de sol chocan con el movimiento de sus coletas.
Avanza
a paso ligero con la mirada fija en el horizonte; el camino es recto y lo salva
con facilidad. Tras quince minutos de soledad, el rebuzno de un burro atrae su
atención; se gira ciento ochenta grados y aparta el flequillo de sus ojos con
un soplido, para ver al asno; éste se le acerca al trote y ella retrocede unos
pasos con la cara lívida por el espanto.
Del
perol que lleva apoyado en la cadera derecha se derrama un líquido rojizo que
empapa la talega que lo envuelve y mancha su vestido blanco.
-
¡Eres tonto, mira lo que has hecho!
Con
la expresión tremendamente triste observa el charquito que se ha hecho a sus
pies, se arrodilla, se tapa los ojos con las manos y llora; el desconsuelo dura
algunos minutos pero después se levanta, se enjuga las lágrimas con la manga de
la chaqueta y, con sumo cuidado, envuelve otra vez el cacharro en la tela de
cuadros; ahora rezuma grasa por todos los lados y la niña se chupa los dedos;
luego se coloca el perol, pero ahora en la otra cadera. El animal la sigue
cinco minutos con las orejas gachas, pero ella no le hace ningún caso y aligera
el ritmo de sus pasos hasta que se deshace de él. Camina decidida hasta que
diez minutos después se topa con la vaquería; en sus paredes encaladas hay unas
palabras recién pintadas: ¡Una, Grande y Libre!
Se
dirige a la entrada de la finca, deja el perol en el suelo y observa la lechera
gigante que hay al borde del camino; las moscas revolotean alrededor. Mira a un
lado y a otro mientras levanta la tapadera con precaución; luego se inclina,
mete la boca en el líquido blanco y bebe sin descanso hasta que un viejo malas
pulgas le lanza los perros y le ordena a gritos que se aleje de la propiedad;
ella obedece y, mientras recoge con urgencia sus cosas, se relame los labios.
Continúa
el viaje evitando cuidadosamente los charcos que encuentra en el trayecto;
calza alpargatas raídas que le van grandes a sus pies. Al pasar por delante de
la fábrica unas voces la llaman, la invitan a acercarse, pero ella acelera el
paso mientras su tez blanca se torna granate chillón; no se gira ni cuando la
reclama el vigilante, y cambia sus pasitos por zancadas cuando oye las
risotadas de aquellos hombres a sus espaldas.
A
la altura del campo de girasoles aminora la marcha; se acerca a una flor y su
boca sonríe; posa la talega en el suelo y se entretiene unos segundos extrayendo
varias pipas de su cavidad. Se mete una en la boca, luego otra, y otra, hasta
que acaba con la panocha; se las traga enteras, con cáscara y todo. Luego se
limpia las manos en el vestido y, con mucho cuidado, se coloca de nuevo el
bulto, pero en la cadera contraria a la vez anterior.
Cuando
llega a la acequia, para en seco; su rostro se desfigura y se torna trémulo; el
siseo de una serpiente retumba en el silencio de la mañana y la niña cierra los
ojos, apretando los párpados con fuerza. Permanece paralizada unos minutos
hasta que, con pasos inseguros, rodea a la bicha, que la amenaza con su lengua
viperina. Al instante, un sarpullido brota por su cara, sus brazos y sus
delgadas piernecitas. La erupción y los churretes han afeado su rostro y los niños
de la ciudad se ríen de ella cuando desfila por delante de la escuela.
-¡Es
una roja!
La
niña mira al frente y continúa impávida hasta que llega al cartel de madera que
está al final del camino; hay unas letras escritas: Penitenciaría. Se dirige a
la puerta, se limpia la cara con la falda del vestido, se arregla las coletas
y, con paso firme y la cabeza bien alta, se acerca a la garita.
-Traigo
comida para mi papá.
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