La talega - por Núria Burguillos

Sale del pueblo y sigue el camino que hay a la derecha de la estación, donde el cruce señala la ciudad, no el pantano. Es menuda, no alcanza el metro de estatura y tiene el cabello lacio, de color rubio ceniza, con unas mechas que proyectan destellos dorados en el cielo cuando los rayos de sol chocan con el movimiento de sus coletas.
Avanza a paso ligero con la mirada fija en el horizonte; el camino es recto y lo salva con facilidad. Tras quince minutos de soledad, el rebuzno de un burro atrae su atención; se gira ciento ochenta grados y aparta el flequillo de sus ojos con un soplido, para ver al asno; éste se le acerca al trote y ella retrocede unos pasos con la cara lívida por el espanto.
Del perol que lleva apoyado en la cadera derecha se derrama un líquido rojizo que empapa la talega que lo envuelve y mancha su vestido blanco.
- ¡Eres tonto, mira lo que has hecho!
Con la expresión tremendamente triste observa el charquito que se ha hecho a sus pies, se arrodilla, se tapa los ojos con las manos y llora; el desconsuelo dura algunos minutos pero después se levanta, se enjuga las lágrimas con la manga de la chaqueta y, con sumo cuidado, envuelve otra vez el cacharro en la tela de cuadros; ahora rezuma grasa por todos los lados y la niña se chupa los dedos; luego se coloca el perol, pero ahora en la otra cadera. El animal la sigue cinco minutos con las orejas gachas, pero ella no le hace ningún caso y aligera el ritmo de sus pasos hasta que se deshace de él. Camina decidida hasta que diez minutos después se topa con la vaquería; en sus paredes encaladas hay unas palabras recién pintadas: ¡Una, Grande y Libre!
Se dirige a la entrada de la finca, deja el perol en el suelo y observa la lechera gigante que hay al borde del camino; las moscas revolotean alrededor. Mira a un lado y a otro mientras levanta la tapadera con precaución; luego se inclina, mete la boca en el líquido blanco y bebe sin descanso hasta que un viejo malas pulgas le lanza los perros y le ordena a gritos que se aleje de la propiedad; ella obedece y, mientras recoge con urgencia sus cosas, se relame los labios.
Continúa el viaje evitando cuidadosamente los charcos que encuentra en el trayecto; calza alpargatas raídas que le van grandes a sus pies. Al pasar por delante de la fábrica unas voces la llaman, la invitan a acercarse, pero ella acelera el paso mientras su tez blanca se torna granate chillón; no se gira ni cuando la reclama el vigilante, y cambia sus pasitos por zancadas cuando oye las risotadas de aquellos hombres a sus espaldas.
A la altura del campo de girasoles aminora la marcha; se acerca a una flor y su boca sonríe; posa la talega en el suelo y se entretiene unos segundos extrayendo varias pipas de su cavidad. Se mete una en la boca, luego otra, y otra, hasta que acaba con la panocha; se las traga enteras, con cáscara y todo. Luego se limpia las manos en el vestido y, con mucho cuidado, se coloca de nuevo el bulto, pero en la cadera contraria a la vez anterior.
Cuando llega a la acequia, para en seco; su rostro se desfigura y se torna trémulo; el siseo de una serpiente retumba en el silencio de la mañana y la niña cierra los ojos, apretando los párpados con fuerza. Permanece paralizada unos minutos hasta que, con pasos inseguros, rodea a la bicha, que la amenaza con su lengua viperina. Al instante, un sarpullido brota por su cara, sus brazos y sus delgadas piernecitas. La erupción y los churretes han afeado su rostro y los niños de la ciudad se ríen de ella cuando desfila por delante de la escuela.
-¡Es una roja!
La niña mira al frente y continúa impávida hasta que llega al cartel de madera que está al final del camino; hay unas letras escritas: Penitenciaría. Se dirige a la puerta, se limpia la cara con la falda del vestido, se arregla las coletas y, con paso firme y la cabeza bien alta, se acerca a la garita.
-Traigo comida para mi papá.


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