La señorita Blood - por Felipe Grisolía


Amadeo, desnudo frente al espejo, recorre con  la vista los músculos de su cuerpo curvado por la cintura en una típica postura culturista mientras observa, con los ojos entrecerrados, el volumen de sus bíceps, tríceps y pectorales endurecidos bajo la piel. Toda su persona refleja una fuerte tensión muscular. Toda, salvo el diminuto sexo que le cuelga fláccido entre las piernas; es lo único que él considera un defecto de su masculinidad.
Le gusta observarse. Se le van las horas comprobando el resultado de sus largas sesiones de gimnasio y de sus inacabables dietas.
Yo, normalmente, trato de aconsejarle sobre lo que más le conviene porque siempre estoy a su disposición y sé lo que necesita. Él me llama «Míster». La señorita Blood, en cambio, que es quien se encuentra sentada junto a la puerta calibrándole como un juez, llegó a su vida bastante más tarde.
Personalmente, suelo mantenerme en un discreto segundo plano y solo intervengo cuando el muchacho me necesita, en cambio ella, que cuando se presenta lo hace de improviso, necesita dar la nota. En este momento, por ejemplo, adopta una actitud  provocativa  y niega con la cabeza. Amadeo, indefectiblemente, cae en la trampa.
—¿Por qué dice que no? ¿Qué ve de malo? —le pregunta.
Y ella, fingiéndose sorprendida, responde:
—Yo no he dicho nada, en todo caso, lo que veo, no es ni malo ni bueno, solo es inservible.
La señorita Blood siempre habla de esa manera. Hace insinuaciones ofensivas y juega de un modo dañino con el significado de las palabras. En este momento la referencia es tan clara que, previendo una reacción airada, me apresuro a intervenir.
—¡A mí me parece genial! —Esto lo digo atropelladamente antes de que Amadeo se de cuenta del doble sentido del comentario. La señorita Blood conoce perfectamente los complejos de Amadeo de modo que, cuando utiliza estos estúpidos alfilerazos, es para provocarle.
El muchacho, sin embargo, desconcentrado por la diminuta minifalda negra y la blusa entreabierta con que se ha presentado la recién llegada, no capta la ironía. Ella, al darse cuenta, insiste:
—Ese comentario —dice, refiriéndose a lo que acabo de alegar— me parece hipócrita. Su cuerpo no tiene nada de genial, es un enorme músculo sin cerebro.
A punto estoy de preguntarle qué es lo que persigue con estas provocaciones, pero me abstengo; no quiero entrar en su juego. Sé que si se generase una discusión, mi protegido, por pura inmadurez, se pondría de su parte y toda mi paciente labor por controlar sus impulsos sufriría un retroceso. Lo evito.
Afortunadamente, Amadeo, como si de pronto se le hubiera despertado un irrefrenable interés por conocer mi parecer, me pregunta:
—¿Cómo se me ve por la espalda, Míster? —¡Estupendo! —contesto enseguida, pero intuyo que no es mi opinión la que quiere oír sino la de la señorita Blood que, haciéndose la desentendida, se está observando el esmalte de las uñas. Ella también lo sabe, así que, fiel a su estilo, dice: —Oye ¿Por qué no te vistes y nos vamos al paseo? Ya va siendo hora de que salgamos de esta pocilga. —¿Qué pasa? ¿Tiene hambre? Si me dice que le gusta mi trasero la llevo al Grand Plaisir.
Reconozco que hay ocasiones en las que, Amadeo, me da grandes satisfacciones.
—No puedo decirte semejante cosa —replica ella un tanto desconcertada— sería mentirte y tu sabes que yo no miento. Además, el que siempre tiene hambre eres tú. La señorita Blood tuerce la boca en una sonrisa cruel y nos mira. Sabe que ambos la observamos en espera de que agregue algo más así que, como si fuera un acto descuidado e involuntario, descruza las piernas parodiando a Sharon Stone en «Instinto básico» y consigue que Amadeo se atragante con su propia saliva. A mí, naturalmente, no puede impresionarme, pero a él, sí, de modo que cuando lo veo reaccionar me lleno de orgullo porque, en un arranque de inspiración, se vuelve abiertamente hacia ella, yergue la figura y con las palmas abiertas hacia adelante, le pregunta:
—¿De verdad, no me aprueba? —Sí, de verdad. Te dije más de una vez que no puedes impresionarme. Tal vez, cuando hagas algo grande te vea con otros ojos. El muchacho, estúpidamente, interpreta el comentario como una lejana posibilidad de caerle en gracia y se le iluminan los ojos. —Y ahora, venga, vístete y vayámonos a que nos dé el aire. Al decir esto, la señorita Blood mueve las pestañas como un abanico y deja que una cascada de cabello negro se le derrame sobre los hombros. Puede dejarlo allí, pero no es su estilo de modo que agrega:—Y, por favor, cúbrete esa cosita de una vez.
Amadeo acusa el golpe y yo me veo en la obligación de intervenir:
—¡Amadeo, no hagas caso! La señorita Blood no es una experta —Mi protegido ni siquiera me mira. El comentario lo ha descolocado de tal modo que, avergonzado, se aparta y se dirige hacia el armario tratando de disimular la turbación. La expresión de su cara me causa una gran pena. No puedo menos que recordar que, por provocaciones como esta, Amadeo ha hecho cosas tan descabelladas como lanzarse desde un puente o meterse en la jaula de los leones del zoo de donde  lo sacaron medio muerto de miedo. —No hace falta ser un entendido para opinar. Una tiene ojos en la cara. —La señorita Blood es incansable de modo que, en contra de mi costumbre, le contesto:
—Es verdad. Usted debe haber visto muchas y puede comparar.  —Me fulmina con la mirada, pero, como tampoco ella quiere entrar en una confrontación directa, opta por transigir. —Es mejor que lo dejemos. Yo trato de que Amadeo sea importante. Un hombre no sale del anonimato solo por la musculatura; debe hacer cosas grandes. —Ahora soy yo el que no puede contenerse. —¿Como hacerse merendar por los leones? —Vamos, que no se lo hubieran comido. De no haber intervenido aquellos imbéciles los hubiese dominado. —Sí, —acepto irónicament— tal vez sacándoles la lengua… —¿Bueno, salimos o qué? —La intervención de Amadeo se produce en mitad de nuestro diálogo como si toda aquella conversación no se estuviese desarrollando en su presencia.
Siempre me asombra la metamorfosis que se produce en su persona cuando se viste como Dios manda; tiene un atractivo que fascina a las mujeres y fastidia a los hombres, incluso, se vuelve ingenioso.
—Señorita Blood, esa minifalda y esa camisa parecen hechas a propósito para que las luzca conmigo en el paseo así que, ¡vamos allá! —Dicho esto, decidido, nos toma la delantera y yo, que cuando lo veo con de este talante, recupero la confianza en mi trabajo, me confío. La señorita Blood, me mira con sorna.          
El paseo está casi desierto. Hasta donde puedo ver solo una joven pareja, sentada al amparo de un viejo magnolio, disfruta de la brisa del mar. Nosotros nos acercamos lentamente mientras ellos, ajenos por completo al mundo que los rodea, se besan y se acarician con absoluta libertad. Amadeo camina en el centro. Yo no pierdo detalle de las expresiones de mi protegido. Tampoco dejo de observar a la señorita Blood; la conozco demasiado bien. Ella parece indiferente ante la escena. Aparenta estar más preocupada por mantenerse erguida sobre sus tacones que en el descarado manoseo de los jóvenes que tenemos delante. Pero ya dije que a mí no me engaña. De modo que no me sorprendo cuando, de pronto, vuelve su rostro hacia Amadeo y, como quien no quiere la cosa, le dice:
—Como ése tendrías que actuar tú. Mira lo bien que se lo pasa ¡Mira! ¡Mira la chica! ¡Está en el paraíso! —La verdad, no sé si me interesa —se defiende Amadeo en un balbuceo que no nos convence a ninguno de los tres—. Tal vez si fuese morena... —¡Esas son pamplinas! Reconoce que eres incapaz de comportarte así. A ti te da lo mismo que sean rubias o morenas. Si no lo haces es porque no das la talla y tienes miedo de fallar. Ese chico, es la mitad que tú y a ella parece que no le importa.
A mí, de repente, el instinto me da la voz de alerta. Esperaba que el paseo, dado la apacible tranquilidad que nos rodea, se desarrollase sin incidentes ni agresiones, pero estaba equivocado. La señorita Blood sigue activa y en pie de guerra.
—Yo jamás daría semejante espectáculo… —¡Claro que lo darías si tuvieses la oportunidad! —¿La oportunidad? Me sobran oportunidades. Le gusto a las mujeres... —Claro que les gustas, pero eres un indeciso y un cobarde. —Déjalo correr, Amadeo —intervengo yo que acabo de darme cuenta de las intenciones de nuestra acompañante—.Pretende que le estropees la fiesta a ese pobre chico... —Pero Amadeo ya está lanzado. —¿Y qué si lo hago? —Que no debes ¿Para qué? No merece la pena.
A todo esto, la pareja, que hasta el momento nos ha ignorado completamente, interrumpe sus caricias y se recompone. El chico se alerta. Las voces de Amadeo que viene hablando solo consiguen que se ponga en guardia. Yo me preocupo. El muchacho del paseo es un joven que dista mucho de ser tan poca cosa como acaba de insinuar la señorita Blood; puede darnos un disgusto y es lo que ocurre.
—¿Tú que miras, chalado? —suelta de pronto. —Os miro a vosotros, estáis dando la nota. —¿Y a ti qué te importa? ¿Eres un pervertido o qué? —¿Qué me has llamado? —Te he llamado pervertido, guaperas. Será mejor que sigas tu camino y no te metas en líos.
El joven se pone de pie y cubre con el cuerpo a su chica mientras ésta se arregla la ropa. Amadeo no se arruga; le planta cara aunque, por un momento, parece recuperar el sentido común.
—Creo que vas a tener un disgusto, chaval, y lo mejor que puedes hacer es seguir entreteniendo a tu novia; lo necesita. No busques pelea. Te puedes ir a casa con un diente de menos, hazme caso.
—¡Así se habla, hombre!  —Interviene excitada la señorita Blood—. No permitas que te toree —Amadeo la oye como a un dulce canto de sirenas y se le aviva nuevamente el rostro con una mirada demencial. La voz de la señorita Blood vuelve a sonar como un trallazo: —¡¡Dale un guantazo!!
Amadeo se descontrola definitivamente y, con un ademán inesperado cruza la cara del chico de un revés que lo arroja al suelo. El otro se enfurece.
—¡Estás como una cabra, tío! Y te aseguro que la has cagado. Seas quien seas te vas a acordar de este día... —¡¡Déjalo, Pedro!! Es un pobre tarado. Vámonos de aquí. —¡¡De eso nada!! Si este tipo quiere bronca está en el sitio justo.
El muchacho, con el rostro congestionado por la furia, saca una navaja del bolsillo trasero de su pantalón y se abalanza sobre Amadeo con intención de darle un puntazo en el abdomen.
—¿Qué te parece un agujero en las tripas, guaperas ¿Te gustaría? —¡No te dejes asustar, «cariño»! ¡¿Será más este imbécil que un león?! ¡Dale otro guantazo! —La señorita Blood sabe cómo conducir la situación. Pero, cuando mi muchacho alza la mano para repetir el golpe, el otro, instintivamente, dispara su brazo y le hunde la navaja entre las costillas. El gesto de nuestra acompañante se transforma. Amadeo con cara de sorpresa se vuelve hacia nosotros y nos mira alternativamente, mientras boquea. Su rival, tan alterado como todos, echa a correr paseo abajo seguido de cerca por su chica y se pierde en la oscuridad. Mi protegido cae de rodillas.
—¿Y ahora qué? ¿Qué me dice? ¿A que ya no le parezco poca cosa? —Es evidente que no se dirige a mí— ¿Ha visto como corren?
Amadeo se desliza despacio hasta quedar tendido boca abajo mientras, como una losa, desciende mi fracaso y me sepulta bajo la tremenda fatalidad de este hecho irreversible. La señorita Blood, de pie, con su provocativa falda negra y su blusa, perfectamente abotonada, me sonríe con esa sonrisa tan suya, tan cruel, tan indefinida y me sopla un beso antes de desvanecerse en el aire. Y yo, a punto de desaparecer también, me demoro aún junto a mi estúpido muchacho a la espera de que exhale su último suspiro.        

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