La madre / Alba Eva Gómez Querves


Aquella madrugada había sido terrible. Pero al fin después de casi dos días en trabajo de parto nació Martín.

Le habían dicho que no gritara, que a pesar del dolor no gritara, porque eso le quitaría fuerzas, y las necesitaría muchísimo para que el niño saliera pronto. Así que no sabía si achacarle la demora a su gritería o a su fragilidad, no sabía qué pensar ya, pues en su familia ella había sido la única en parir a punto de quebrarse, ya que sus dos hermanas tuvieron sus hijos casi sin dolor.

Tenía que ser ella quien diera la nota. Siempre.

Al correr de los años estos dolores quedan guardados en la memoria, tapados con un velo grueso, al punto que queda la impresión de que los hubiera padecido otra persona.

Martín creció y aquel grueso manto de olvido se rasgaba con frecuencia.
Fue un chico difícil. Desde no dormir una noche completa hasta que tuvo casi dos años, hasta cumplir veintiséis años y acarrear con dos divorcios.
Ella se preguntaba si su hijo tenía mala suerte, si su carácter imposible, si su incapacidad al diálogo y la tolerancia, o si definitivamente las mujeres de Martín eran el problema.

Cada separación implicaba que él volviera a casa de su madre. No sobraban los cuartos así que había que improvisarlo. Y siempre estaba mal hecho, nunca le conformaba, nunca le gustaba lo que se comía, no permitía que su ropa se lavara en el lavarropas de la familia sino en la lavandería que, por supuesto, nunca pagaba.

Vivía de noche, regresaba a la madrugada y poco le importaba si los demás descansaban. Solo se dedicaba a vaciar el refri y dejar todo regado para que su madre lo limpiara.

Eso, sin embargo, era lo menos triste. Lo peor era el tufo de la marihuana que inundaba todos los rincones, su permanente tos, sus cambios de humor, sus ojos ausentes.

—Está enfermo— se decía ella mientras, recostada sobre la pared del baño para alcanzarle una toalla limpia, oía los reproches diarios, los gritos, la falta de amor del hijo. De ese hijo que le costó tanto dolor que la partera le dijo que dejara de llorar, que los niños necesitan risas, no lágrimas, y que si le había gustado hacerlo que se aguantara las consecuencias.

Ese hijo que cargó nueve meses en su vientre, que la dejaba sin aliento todas las noches, que cuidó cada vez que estuvo enfermo, que enseñó con tanta dulzura, ese hijo que recogió cuando nadie lo podía ni ver, ese hijo que le aventaba con lo tuviera a mano porque sí nomás.

Ella partió joven.  Y él se quedó viendo cómo todos la acompañaban a su última morada mientras él, solo, fumaba un porro en la puerta de la casa.

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