LA DECISIÓN, Liliana Ebner

Como todos los días, antes del amanecer, Melina se desliza sin hacer ruido de la cama. Se dirige al cuarto de baño y, sin prender la luz, se lava la cara. En el espejo solo se percibe una sombra, pero ella sabe lo que puede verse. Ya no se asusta, pero no le gusta la imagen que el espejo puede mostrarle. 

Se dirige a la cocina y, aunque el sol aún está despuntando, se coloca las gafas oscuras. Se apresura a preparar el café, el jugo y las tostadas. A colocar todo en la mesa, en el orden que él desea. 

En la prisa, se le cae una cuchara al piso, justo cuando su marido, el amor de su vida, hace su entrada. Se agacha presurosa a levantarla cuando siente que la respiración le falta debido al rudo golpe que recibe en el estómago. Cae al suelo casi desmayada, pero su orgullo, su amor propio y también el miedo hacen que se levante y continúe con las tareas. 

Su adorado esposo desayuna, tranquilo, como cada mañana. Ella evita mirarlo para no recibir algún insulto o, lo que es peor, algún golpe que desfigure más su rostro. Cuando siente la puerta cerrarse tras de sí y el sonido del motor del auto perderse entre los ruidos de la ciudad, seca sus manos en el delantal y coloca las gafas en su lugar. 

Lentamente, pese al dolor, se encamina hacia la ducha. Su cuerpo tiene los colores del arco iris, pero de un arco iris diferente. No ese que nos alegra y nos presagia el final de la tempestad, todo lo contrario. Tiene marcados a fuego, en su blanca piel, los colores del abuso, de días interminables de tormentas, de noches de llanto sofocado. 

Sabe que tiene pocas horas que dedica a curar sus heridas, las del cuerpo y las del alma. Pero hoy, hoy es un día diferente, se dio cuenta de que ese hermoso hombre que la llenó de besos algún día, se transformó en un animal que le destroza con sus garras todo el cuerpo, desde las entrañas. Todavía lo ama y justifica sus acciones, pero hoy teme por su vida. Se viste lentamente, deja todo como a él le gusta, prepara el aperitivo que toma cuando regresa y lo coloca en el lugar preciso. 



Luego, sin gafas, sale a la calle, donde el sol ensombrece ante esos ojos morados, antes esos labios sangrantes, ante ese rostro tumefacto. Con miedo, con vergüenza pero con convicción, se dirige a la estación de policía. Hará una denuncia, mostrará su cara, desnudará su cuerpo. Siente dolor, pero está decidida: denunciará al gran amor de su vida.

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