La baronesa y el garçon / Liliana Ebner


Sentado en la vencida silla giratoria, miraba con detenimiento esa oficina que acababa de heredar, ya que su antecesor había renunciado a seguir aquel inacabable caso. Él, François, lo había tomado solo por tres meses, que eran los de su licencia. Lo había tomado como un reto, como un desafío hacia sus compañeros, pero sobre todo hacia él mismo.
Su mirada se posó en las grises paredes chorreadas de humedad y que despedían olor a tabaco rancio, en el largo sillón que un día lució una piel más lustrosa, en el escritorio donde una pila de sucios y rotos expedientes esperaban ver la luz de la justicia. Levantándose, suspiró, pasó los dedos por las polvorientas repisas donde se acumulaban ilegibles carpetas y dibujó el contorno de una horrible lámpara de madera con forma de pescado cuya boca puntiaguda parecía estar engullendo algo.
Tomó su abrigo y se dirigió al restaurante de la lujosa posada junto al mar. Se sentó como desde que había llegado, en una mesa aislada donde poder mirar sin ser observado, al lado de una lustrosa salamandra que despedía chispas azuladas y naranjas al transformar los fuertes leños en cenizas candentes. El dueño, como siempre, le sirvió su scotch on the rock y después, como siempre, vistió la mesa mejor ubicada con copas de fino cristal que destellaban con el reflejo de las lámparas, blanco mantel de hilo y pulcra y luminosa vajilla de porcelana. Y por supuesto, como todos los días, un fresco ramito de violetas la adornaba.

François conocía la historia por su antecesor.
En esa posada veraneaban reyes y príncipes, barones y duques. Allí se daba cita la más alta élite del mundo. En una ocasión una baronesa danesa y su esposo llegaron  a ese lugar. Siempre se sentaban en esa pequeña mesa que daba al mar. Jean, el mozo que los atendía, se enamoró de inmediato de la baronesa y en sus fantasías pensaba que era correspondido. Ella miraba melancólicamente ese mar azul que bañaba las doradas arenas, mientras su esposo deslumbraba a todos con su amplia sonrisa que dejaba al descubierto una blanca y perfecta dentadura.
Comenzó a dejarle ramitos de violeta que ella acariciaba con sus gráciles dedos cada día, haciendo que el pobre garçon enloqueciera de falsa alegría, suponiendo que sabía quién las dejaba día a día. En sus noches insomnes el mozo mantenía imaginarias conversaciones con su amada.
—Debemos deshacernos de él, le decía ella al oído y así podremos estar para siempre juntos y pasear a la luz de la luna y amarnos con ternura. —Lo que tú quieras mi amada baronesa, tus deseos son órdenes, repetía el mozo.
Además de mozo era artesano y dedicaba horas  confeccionando objetos de madera con los que agradar a su amada. Objetos que jamás le dio y que vendía para poder pagar todos los días las frescas violetas. Nadie sabía de ese amor idílico, enfermizo, imaginario, ese amor platónico, aunque muchos lo sospechaban por miradas, actos o palabras.
Un día, los huéspedes no llegaron a comer y el pueblo se conmocionó con la desaparición del barón. Los días pasaron y la búsqueda del barón resultó infructuosa. La baronesa con la mirada triste y perdida, se alejó del lugar para nunca más volver.
El tiempo pasó y el inspector a cargo, después de varios años, sin datos concisos ni relatos veraces, cedió el caso al joven y prometedor François.
La vida en el lugar siguió su curso, el mozo enamorado se convirtió en dueño y a pesar del tiempo, como si de un ritual se tratara, siempre siguió vistiendo la mesa y colocando violetas y cuando todos los comensales se retiraban, él se sentaba solo, a cenar, con la mirada perdida en ese azul mar que le recordaba los ojos de su amor perdido.
El inspector entrevistó a los viejos lugareños, a turistas asiduos, caminó por la orilla del mar, se internó en los verdes bosquecillos, pero nadie tenía una pista, era como si al barón se lo hubiera tragado la tierra.
Tal vez el fuerte oleaje lo llevó mar adentro —decían algunos— pero nadie lo había visto en la playa. Tal vez un rapto para pedir rescate —decían otros— o tal vez escapó con alguna amante pero lo cierto es que no había ninguna pista que condujera a esclarecer esa misteriosa desaparición en un lugar tan pequeño y plagado de turistas pertenecientes a una clase social donde difícilmente ocurren cosas de esta índole.
Los meses pasaban y François veía desvanecerse sus ilusiones de resolver el caso y con ellas también se marchitaba su ego. El día antes de cerrar el caso, con una furia incontenible por su fracaso, dio un fuerte puntapie a la lámpara de pescado que cayó al piso y se desintegró como si de arcilla se tratara. De su interior hueco salió una nube de polvo que nubló la vista del joven inspector. Varios pedazos de esa maltrecha escultura de pescado rodaron por el despacho. Cuando acomodó la visión, tenía sobre sus zapatos la boca del pescado que mostraba unos dientes blancos y cuidados, dientes no de pez, dientes humanos.
Sintió un estremecimiento que le recorrió todo el cuerpo y la sensación de haber llegado a un gran descubrimiento: el fiambre desaparecido hacía años había sido encontrado. Junto a las cenizas desparramadas una amarillenta hoja de papel con una declaración:
“Estas son las cenizas del barón, quemado en la salamandra de la posada y cuya dentadura les dará la certeza de su identidad. Murió en la hoguera por quitarme el placer de vivir eternamente con mi amada baronesa. Si este crimen se descubre mientras yo esté vivo, cumpliré mi condena con la certeza de que mi amada sabrá que por amor cumplí lo prometido. Si ya he muerto para entonces, ella y todos sabrán que de amor y por amor también se muere”. Firmado: Jean

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