No somos heroínas / Lau Valdez


Amaba a los niños, y fue maestra. 
Amaba a los niños, y tuvo cuatro hijos. 
Amaba a los niños, 
y no descansó hasta encontrar a su nieto.

El suave sol de octubre acariciaba el tibio rostro de la recién nacida. Su padre, henchido de orgullo, la miraba con todo el amor del que era capaz. Su madre, repuesta del dolor, acariciaba sus pequeñas manos y lloraba de felicidad. “Se llamará Estela —dijo— y su presencia iluminará todo a su paso.”

***

El frío de la mañana lastimaba la piel de su cara; este había sido un invierno crudo y nada parecía indicar que pasaría rápidamente. Salió de su casa, cálida y abrigada, para dirigirse a la escuela; su niña, muy pequeña aún, dormía en la cuna.

Las ventanas de las casas se veían empañadas, casi umbrías, y en silencio. La escarcha se rompía a su paso, las vidrieras aún estaban a oscuras, quién sabe si los comercios abrirían sus puertas hoy. Cuando llegó a la plaza que cruzaba cada mañana, apuró su marcha; desde hacía unos días, pasar por allí le generaba cierto recelo. A los pocos minutos llegó a la escuela, los niños aún no estaban, pero otros docentes ya ocupaban la sala común; sobre la mesa estaba el periódico y, en primer plano, destacaba el bombardeo ocurrido hacía unos pocos días.

Lo tomó en sus manos y se enfrascó en la lectura de la nota principal. Mientras sus ojos recorrían las palabras, sentía cómo se le helaba la sangre. Eran más de trescientas las personas muertas en la plaza y todo ocurría porque el dictador se negaba a renunciar al poder.

La angustia invadió su ánimo y se preguntó por el país que estaban construyendo para sus hijos. Pensó en Laura, su hijita recién nacida, tan frágil y dependiente, y se convenció a sí misma de que este gobierno debía terminar cuanto antes. Habían llevado las cosas a extremos nunca vistos, los frentes se habían abierto contra las instituciones más respetadas y prestigiosas de la Patria. Estela no apoyaba a este gobierno, representaba todo lo que ella condenaba; hasta se habían enfrentado con la Iglesia. “Es inaudito”, pensó, y aferró con más fuerzas y más enojo el periódico. El peronismo, el mismísimo Perón, debía abandonar el país antes de que corriera más sangre. Un golpe de estado era inminente y ella, sin dudarlo, lo apoyaría y saldría a festejar a quienes derrocaran la estatua de Eva. Estela era una mujer burguesa y no era capaz de ver más allá.

***

El sol de fines de marzo aún calentaba los amplios ambientes de la casa. El otoño, definitivamente, se había apoderado de las calles del barrio y las hojas caían armoniosamente en las veredas. Sentada en su escritorio, Estela organizaba las actividades escolares; era el inicio de un nuevo ciclo lectivo y las ilusiones de los niños no podían ser defraudadas.

Se distrajo un momento, levantó la mirada y su vista se dirigió al ventanal que daba a su jardín. Las rosas estaban en su esplendor y el aroma se filtraba hacia el interior. Recordó cuando, algunos inviernos atrás, había ido con Laura al vivero y habían elegido los colores que más las cautivaban y las variedades que plantarían.

Al pensar en su hija vino a su memoria la última discusión que habían tenido. Sus ojos se llenaron de lágrimas y su alma de angustia. No le gustaba pelear con ella y le costaba aceptar la postura que había tomado ante esta nueva situación política del país. El golpe de Estado había sido aclamado por toda la sociedad. Los enfrentamientos armados y los ríos de sangre que corrían por las calles habían transformado la realidad cotidiana en una película de terror. Estela, como tantos otros, apoyó esta medida. Sin embargo, nunca imaginó que dentro de su propia familia la resistencia fuera de tal magnitud, que sus propios hijos, y su esposo, pusieran en cuestión sus pensamientos.  “¿Qué es esto de pensar que al pobre se lo discrimina por haber nacido pobre?”, se preguntaba meneando la cabeza. La madre no entendía cómo se habían transformado sus enseñanzas en posturas tan intransigentes, en esa defensa absoluta hacia los desposeídos, en ese convencimiento de que todos debían tener todo… A su memoria volvían, una y otra vez, aquellas discusiones que, desde su mentalidad burguesa, mantenía con toda su familia y, de ellos, la posición de Laura era la más intransigente.

Su hija mayor era una muchacha idealista y soñadora; estudiaba historia en la Universidad de La Plata y se había interesado por la política y la militancia como una respuesta natural a la enorme admiración que profesaba a su querida profesora Irma. Ella les había enseñado a pensar, a comprender y a cuestionar los hechos mostrándoles lo vacuo que era memorizar las lecciones, las fechas o los lugares.

Pero la militancia de Laura nunca se había restringido al ámbito académico, al contrario, disfrutaba levantándose muy temprano para ir a trabajar en la fábrica de pintura de su papá, estar en contacto con los obreros y charlar con su padre; el hombre que le había mostrado que en el conocimiento estaba la verdadera libertad.

Estela entendía a su hija; pero las cosas estaban cambiando drásticamente y el temor se había apoderado de su espíritu. Comprendía la lucha por los ideales, pero nunca podría aceptar que la relacionaran con grupos armados y pusiera en peligro su vida.

Las palabras, dichas en el fragor de la discusión,  volvieron a su cabeza: “Te van a matar, Laura, te van a matar.” Su hija le sostuvo la mirada; era tan profundo su convencimiento y estaba tan dispuesta a luchar por sus ideales, que contestó sin dudar: “Vivir es lo más lindo que hay. Yo quiero vivir. Que todos podamos vivir bien. Nadie quiere morir. Pero seguramente miles de nosotros moriremos.”
La mujer respiró profundamente y bajó la vista hacia su escritorio. Mañana sería un nuevo día de clases.

***

El calor se había instalado definitivamente en la ciudad. Las fiestas estaban próximas y en las calles se percibía un gran espíritu de festejos y alegría. Los aromas navideños inundaban todo a su paso. Las luces de colores invadían las vidrieras de los comercios y de la mayoría de las casas. Hombres y mujeres se preparaban para el festejo. Sin embargo, una madre, entre tantas miles, lloraba en silencio.
Hacía más de un mes que Estela había perdido todo contacto con su hija mayor. Durante la  última llamada, Laura le había dicho que debía ir a ver a un médico, hacía días que sentía nauseas y fuertes dolores abdominales. La madre, con el llanto impregnado en su voz, había vuelto a suplicarle que abandonara el país, que huyera y que salvara su vida. No podía tolerar verla en esa situación, viviendo en la clandestinidad y arriesgando su vida.

Estela siempre había sido una mujer de paz, había educado a sus hijos en el amor y el perdón. Sin embargo, Laura, su adorada hija mayor, era mucho más que una joven sensible, convencida y lúcida; era, por sobre todas las cosas, una militante valiente y aguerrida y no estaba dispuesta a huir como una rata. La madre estaba desesperada.

***

—Pase, señora, el General la va a recibir ahora.

Las piernas de la mujer temblaban sin parar. No era la primera vez que se encontraba con este hombre. Recordó, fugazmente, cuando acudió en su ayuda buscando a su esposo. Era la vida de su hija lo que la movilizaba esta vez; era el horror y la convicción de que algo terrible le había pasado.
Durante meses había recorrido todos los lugares que creyó oportunos. Sin embargo, las puertas que golpeaba se cerraron o no se abrieron; Estela, con una fortaleza inagotable, siguió buscando, preguntando, inquiriendo. Ahora, finalmente, lograba que este alto general de la Nación la escuchara. La entrevista fue monstruosa.

Al entrar en la oficina, lo primero que vio fue el arma sobre el escritorio.

—Pase, señora, siéntese —dijo con voz dura y fría el militar. —General, estoy desesperada, no sé nada de mi hija, por favor, necesito que me ayude a encontrarla, ya no sé qué más hacer.

—Señora, nosotros no sabemos dónde está su hija. Pero sí sabemos quién es y qué hace. Su hija es una guerrillera y ha matado a muchos inocentes —dijo. Estela comenzó a balbucear unas palabras; sabía que este hombre mentía, sabía que su hija amaba la vida y la paz, sabía que nunca mataría. —Escuche, señora, escuche y no interrumpa —prosiguió— no tengo tanto tiempo. Como le dije, nosotros no tenemos a su hija, pero, si la tuviéramos, no se la daríamos, no la dejaríamos con vida.

—Pero esto es una locura —gritó Estela—, si ella ha cometido un delito, si ustedes la creen culpable de algo deben juzgarla, llevarla presa, por favor… —No señora, nosotros no cometeremos esos errores, no dejaremos que se rearmen en la cárcel. La nuestra será una solución definitiva.

La madre salió de allí convencida de lo peor; en último intento por lograr la piedad de aquel hombre le suplicó que si la mataban, o si estaba muerta, le dieran su cuerpo. Necesitaba despedirse. El mundo se había desplomado sobre ella.

***

La madre alzó la voz desesperada, pidiendo ayuda, suplicando que la escucharan, diciendo que no sabía dónde estaba su hija, si tendría hambre, si tendría frío, si estaba viva o muerta. Y su voz se unió a la de otras madres que, atormentadas, preguntaban lo mismo. Fue en el otoño más terrible de su vida cuando comenzó su lucha y en aquellas mañanas de abril juró que no descansaría hasta encontrar a su hija y a todos los hijos de esas madres que, en silencio, marchaban con ella.

Cada jueves se unía a las madres que buscaban a sus hijos, pero nada se sabía. Una tarde, una joven se acercó hasta ella para contarle que Laura esperaba un bebé. La búsqueda se hizo más profunda, ya no era solo su hija, ahora había, también, un nieto que, si nacía varón, se llamaría Guido.

***

“¡Asesinos! ¡Ustedes la mataron! ¿Cómo que falleció? ¡Canallas! ¿Dónde está el bebé?”.

Los gritos y el llanto de Estela invadieron el lugar. Guido, su esposo, la abrazó fuertemente y trató de consolarla; pero las palabras frías y distantes del subcomisario, que los miraba de manera indolente, solo acentuaron su desesperación. La madre sintió que el final había llegado y, aferrada a su esposo, trató de no caer en el más profundo y oscuro de los pozos.

“¿Alguien va a ir a reconocer el cuerpo?”, preguntó el oficial con absoluta frialdad. Fue el hombre quien se acercó a la furgoneta en la que estaba su hija y vio, con el dolor más inmenso que puede definir a un padre, a su joven hija con el rostro desfigurado por un disparo y el cuerpo casi desnudo. Se inclinó con la más profunda de las dulzuras, la besó, acarició su rostro y se quedó contemplándola sin pronunciar palabra. Parte de su corazón fue destrozado en esa fría noche de agosto.  Cuando entró a la comisaría no pudo sostener la aterrada mirada de su esposa que rompió en un llanto desesperado. Su hija mayor, que tan solo tenía 23 años, había sido asesinada por las Fuerzas Armadas de la Nación.

Cuando Laura  fue enterrada, Estela le escribió la primera carta a su nieto. Por sobre todas las cosas, temía no poder abrazar a su pequeño. “Soy la mamá de Laura. La primera hija, la soñada, la querida, la esperada, igual que los otros tres que vinieron después. Pero ella fue algo especial por la vida que vivió: una vida corta, intensa, con mucho contenido”.

***

—Déjenlas, no son más que unas viejas locas —dijeron los altos generales de la Nación, y decidieron ignorar a esas mujeres que circulaban por la plaza reclamando por sus hijos y sus nietos. Estela, como cada jueves, se unía a la marcha convencida de que, al final, la justicia sería posible y, con este convencimiento, se enfrentó a todo y a todos.

Sus piernas ya no se detuvieron nunca más. Y recorrió el país, el continente y el mundo buscando al hijo de su hija.

Primero preguntó en las casa-cuna pensando, en su absoluta ingenuidad, que los niños serían devueltos, que no los querrían, que los odiaban. Pero no estaban allí y entonces comprendieron, con un horror inenarrable, que estos se habían convertido en trofeos de guerra. Luego, en las escuelas, miró a los pequeños y procuró encontrar en ellos los rasgos de su hija. Cuando su mirada se detuvo en los adolescentes, la democracia ya había vuelto al país, pero la lucha de las abuelas continuó en absoluta soledad. Estela buscó a su nieto por todo el mundo, por cada lugar al que llegó, por todos los rincones que las imaginaciones más osadas pudieran narrar. Y nunca, jamás, perdió la esperanza del reencuentro y vivió convencida de que algún día, sin saber cómo ni cuándo, podría abrazar a este bebé que ya era un hombre.

***

El frío había vuelto con fuerzas a la ciudad. Los grandes ventanales permitían la entrada del sol invernal y las rosas, recién podadas, descansaban para renacer con la fuerza de la primavera. Era un día especial, su nieto cumplía treinta y tres años y los pensamientos de Estela recorrían los inviernos de su vida. Sentada en su escritorio, tomó una pluma y escribió una nueva carta al ausente…

“Querido nieto, qué no daría para que te materializaras en las mismas calles en las que te busco desde siempre. Qué no daría por darte este amor que me ahoga por tantos años de guardártelo. Espero ese día con la certeza de mis convicciones sabiendo que, además de mi felicidad por el encuentro, tus padres, Laura y Chiquito, y tu abuelo Guido desde el cielo, nos apretarán en el abrazo que no nos separará jamás.”

***

—Trabajar, ¿qué otra cosa podías estar haciendo mi querida Estela? —murmuró la jueza cuando la abuela atendió el teléfono.

“Es que no hay opciones”, pensó ella, “son muchos los nietos que no han aparecido. Es mucha la lucha que tenemos por delante.” Pero, a veces, sentía que su cuerpo flaqueaba y temía que no estaría con vida cuando Guido supiera la verdad. En esos instantes, un velo de tristeza y pesimismo cubría su mirada y se imaginaba el peor final, morir sin abrazar a su nieto. Era su mayor temor, la pesadilla recurrente que había invadido sus noches y que no se atrevía a compartir con nadie. Pero no podía claudicar, no ahora, no cuando la sociedad entera sabía toda la verdad y se habían podido desenmascarar las trampas, las mentiras, los engaños, los planes macabros y sistemáticos de los genocidas. No, no era este el momento de bajar los brazos, debía seguir en la lucha.

—Estela —murmuró con un hilo de voz la jueza— encontramos a tu nieto. Y fue como vos siempre dijiste que sería, él vino a buscarte.









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