Ella - por Núria Burguillos

Acabo de cerrar la tapa del ordenador; he escrito mi primer relato de ficción. Miro alrededor y todo me parece irreal: el papel pintado de la pared con florecillas de colores pastel; la ventana, con las cortinas que elegimos mamá y yo cuando empecé a ir al Instituto; la estantería repleta de libros de texto de nuestros años de escolaridad; el pupitre que nos compraron cuando cumplimos diez años, para que no tuviéramos que hacer los deberes en el comedor, delante de la televisión que, aunque no nos gustaba mucho, a veces nos distraía; las literas, con la cama de abajo deshecha y la de arriba impecable, intacta, tal como la dejó mamá el día que mi hermana desapareció; el poster del doctor Gannon en la pared frontal de la habitación y el de Joe, de Bonanza, en la pared contraria; y las carteras de piel, color verde olivo, colocadas una encima de la otra, en la silla donde siempre las solíamos dejar.
Me levanto y cojo la mía; la abro y me sorprendo al comprobar que nadie la ha tocado desde que lo hice yo por última vez. Dentro está mi plumier, color rosa chicle, lleno de colores de madera, mi goma de nata –aunque dura y ya sin olor-, mis libretas de caligrafía y de dictados, que tanto me gustaba acariciar a pesar de haber transcurrido tantos años desde que las escribí. Siempre las quise conservar tal cual, para recordarla a ella y hacerme a la idea de que algún día volvería. Afuera se oye llover y un aroma a tierra mojada me invade, despertando en mí la terrible sensación de haber vuelto para atrás; hace años que la tierra mojada no forma parte de mi vida, desde que decidí mudarme al ático del rascacielos más alto de la ciudad. Quería alejarme de la realidad y elegí instalarme en las alturas, lo más cerca posible del cielo, para no correr el riesgo de que la tierra me tragara también.
Dejo la cartera y me asomo a la ventana, huyendo otra vez; veo a mamá trajinando por el jardín. Desde que ella se fue, o se la llevaron, o vete tú a saber, mamá es como un alma en pena; nunca logró sobreponerse, igualito que yo. Lo de papá fue mucho peor, no sólo no se sobrepuso sino que no lo soportó y un día, meses después de lo que pasó, sacó del garaje la escopeta de caza y, sin mediar palabra con nadie, se pegó un tiro en la sien. No sé aún si a mamá eso le afectó mucho o poco, porque ya estaba como ida desde hacía tiempo y ni los sucesos cotidianos ni los extraordinarios la hacían reaccionar. Papá se fue para siempre, lo enterramos en el cementerio del pueblo y, al menos, sabemos dónde está.
Sin embargo, yo aquel día supe que nunca lograría recuperarme; mi hermana había marcado mi destino y resultaba imposible liberarse de él. Cuando me fui a la ciudad, mamá se quedó sola. Quise buscar a alguien para que le hiciera compañía pero ella se negó rotundamente y prefirió quedarse con sus recuerdos y su desesperación. Le propuse que se viniera conmigo al piso que había alquilado cerca de la facultad pero me tachó de insensible y aquí se quedó, regando el huerto, como si en nuestras vidas no hubiera sucedido nada; cuando regresaba de visita los fines de semana, o para las vacaciones de Semana Santa y Navidad, siempre me iba cargada de tomates, de pimientos, de habas o de lechugas y luego las repartía entre mis compañeras de piso, porque no me daba tiempo a comerme todas las reservas antes de que se echaran a perder. Pero mamá no paraba de sembrar y de recoger, como si en la casa todavía hubiera cuatro bocas que alimentar.
Un día le dije: “Pero mamá, ¿no te has dado cuenta de que estás haciendo el tonto? Todo lo que siembras lo regalas, te saldría más barato ir a la tienda de Cándida y comprar lo que necesites”. Pero ella, que seguía anclada en su desequilibrio, ni se inmutó. “Siembro porque quiero tener la despensa llena para cuando ella regrese”, me contestó. Y así fue como me distancié de su vida y como ella se fue alejando de mí. Hace unos días, después de diez años, decidí volver; mamá ha estado sola demasiado tiempo, aunque ella nunca ha sido consciente de su soledad porque ha vivido con esa gran luz que le iluminaba el final de cada día: la esperanza de encontrar a mi hermana con vida. Yo, sin embargo, he vivido en el desierto más estéril que se pueda imaginar; no he tenido padre, ni madre, ni hermana, ni amigos; me encerré en mi misma y no quise compartir con nadie mi tragedia familiar. Me sentía un bicho raro en medio de la normalidad; mis compañeras de piso eran felices: tenían padres que discutían, hermanas con las que compartir confidencias, casas habitadas con personas de carne y hueso y no con fantasmas, como la mía.
Con ese panorama, un día decidí inventarme una vida y así he permanecido estos años, instalada en la mentira de mí misma ante los demás. Pero ahora estoy aquí de nuevo, he venido a buscar la felicidad; puede parecer extraño, pero, si es aquí donde la perdí, es aquí donde la tendré que encontrar. También quiero recuperar a mamá y que ella se sienta un poco más feliz. Estoy de nuevo instalada en mi habitación y acabo de escribir un relato donde mi hermana regresa a casa, después de un largo viaje; ha venido cargada de regalos, incluso para papá, y con dos niñas preciosas, igualitas a nosotras cuando éramos pequeñas y jugábamos en el jardín, a muñecas o a enterrar objetos que luego teníamos que buscar. Ha sido fantástico volver a encontrarme conmigo misma y abrazar de nuevo a mamá.

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