El profesor de la corbata / Netty del Valle

Profesor o profesora

Era un día caluroso de intenso verano y afuera, en el interior del patio colonial del colegio, la chicharra, escondida entre el verde follaje de helechos y palmeras, acosaba el ambiente con su agudo llamado para acercar a las hembras y formar pareja. Ese incierto día, él se estrenaba como profesor de geografía y comenzó la clase diciendo que el sistema montañoso de ese país, entraba por el sur en el Nudo de los Pastos y luego se bifurcaba en tres grandes cordilleras que se explayaban por todo el territorio colombiano.
Desde un principio, notó a la chica ausente de la clase y con la mirada extraviada y fija puesta en su corbata roja que se destacaba sobre la impoluta camisa blanca de algodón. El reluciente cristo de plata que se engarzaba en el pisa corbatas, esparcía reflejos iridiscentes de color dorado y plateado que bañaban todo el salón dándole un aspecto virginal al piso y las paredes. Las arañas, en los rincones de la parte alta de las gruesas paredes, sin perturbarse por la intromisión de los rayos de luz, tejían sin cesar. Los ojos del profesor Torres recorrieron el recinto repleto de alumnas que cursaban el primer año de bachillerato, mientras frotaba complacido el pisa corbatas que él usaba como un talismán para protegerse de los males de la vida terrenal que recién comenzaba a vivir, y de las mujeres que, como aves de rapiña, intentaran seducirlo con los artilugios del propio Satanás. El pisa corbatas había sido bendecido y rociado con agua bendita por el prior del monasterio, y era un apreciado regalo que sus padres le dieron en custodia porque era un recuerdo del tatarabuelo.
Ella nunca osó mirarlo a los ojos. Ese día aciago de su primera clase, presintió que su existencia se vería perturbada por una chica de apenas dieciséis años, que sacudiría su vida como un árbol en plena tormenta y le arrebataría la apacible vida que pretendía llevar, aun estando en el universo de la carne. Él venía de un mundo clerical en el que lo habían sumergido a la fuerza, hostigado por sus padres quienes veían en él al redentor de la familia para liberarlos de la cruel maldición heredada de unos de sus antepasados.
Él era un chico de alma tierna y espíritu poético que calmaba sus sueños y pasiones refugiado en la lectura y la música. Soportó con estoicismo, en los primeros tiempos de su vida en el claustro, el encierro en una celda de tres por tres y sin un espejo en que mirarse. Sin aflicción, duraba largas horas sumido en el silencio y privado de todas las comodidades que le había brindado la pudiente familia de donde provenía. Como una oveja que se dirige al matadero sin chistar y, bajo juramento, arrodillado ante un sangrante crucifijo de madera, aceptó las privaciones impuestas en los votos de pobreza. Sin embargo, no entendía por qué él, un joven de apenas dieciocho años, había sido lo oveja expiatoria de un travieso antepasado que jamás conoció ni siquiera en fotos. Además, jamás había manifestado vocación de ascetismo y nunca se le cruzó por la mente dedicarse a Dios, los ángeles, los santos o las vírgenes: a esas cosas místicas en las que no creía.
La imagen de la alumna que ocupaba el primer pupitre de la fila principal, le turbó el pensamiento. La camisa de un burdo lino blanco que llevaba puesta ese primer día de clase, se le impregnó del copioso sudor de la lascivia, la lujuria y el pecado, cuando su mirada se perdió en los oscuros laberintos que dejaba una mala sentada sin bragas. La vio como un ángel de luz y se le pareció a Lucifer antes de la caída. La creyó bella, luminosa, cándida y virgen.
Ella siempre ocupaba el primer pupitre de la fila principal: el que estaba ubicado pegado a la pared. Así, evitaba, ser vista por las demás alumnas y directivas del colegio.
Se sintió derrotado ante la apetitosa exhibición, y se la imaginó introduciendo la lengua en su boca, rozando con sus dedos sus eréctiles pezones y apropiándose de su trasero. Todo lo que había aprendido en el seminario para frenar los apetitos de la carne, como un frágil andamio, se derrumbó. De nada le sirvieron los ejercicios de dominar los deseos a punta de silicio, latigazos y flagelaciones, porque la fiera pecaminosa que se revolcaba entre sus piernas sucumbió ante la tentación…
El profesor Torres, igual que ella, continuaron avanzando en el mismo colegio: él dictando sus clases de geografía, y, ella, hasta terminar el bachillerato. Siempre mal sentada y sin bragas, en la primera fila. Eran dos seres distintos que un buen día cruzaron sus historias y…
—« ¿Carlos Torres, acepta por esposa a la narradora de este relato?»

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