El Pensador / Núria Burguillos


Cuando Claudia dio con el edificio no lo podía creer, aquel lugar era idílico, le recordó al paisaje de un cuadro de Monet; sus ojos soñadores imaginaron que la vida le estaba dando otra oportunidad y, eufórica, subió las escaleras corriendo, con el ímpetu de quien quiere comerse el mundo. Al llegar a la puerta del apartamento la encontró entornada pero, antes de entrar, como norma de cortesía, decidió llamar; nadie acudió a su encuentro, por ello gritó desde la entrada: “¡Hola! ¿Hay alguien ahí?”. Segundos después, un silencio sepulcral le devolvió su propia voz y, sin pensarlo dos veces, traspasó el umbral. 
El mar la sorprendió, enmarcado en el gigantesco ventanal que presidia el salón, y sus pupilas se tiñeron de un verde cristalino esperanzador. “Esto tiene buena pinta”, pensó, y disfrutó por un instante de aquella sensación de paz que dan los espacios acogedores, los que solo disfrutan las clases altas de la sociedad. “¿Señor Roberto?”, gritó de nuevo, pero su reclamo quedó suspendido en el aire.
Miró a su alrededor y le pareció que todo estaba en orden, aunque aquella quietud no dejaba de ser inquietante, sobre todo cuando recordaba que el hombre del anuncio había insistido hasta la saciedad lo importante que era para él la puntualidad. En aquellos momentos, Claudia pensó que el lugar del encuentro sería una oficina, pero ahora se daba cuenta de que la había citado en una casa particular y un escalofrío recorrió su cuerpo de arriba abajo. Extremando la prudencia, recorrió el salón,  deteniendo la mirada en lo que veía; todo le parecía hermoso, rebosante de buen gusto y armonía. Todo, hasta que sus ojos se toparon con la chocante presencia de unos zapatos negros que asomaban por el lateral de la chaise-longue. Con el corazón a mil, avanzó unos pasos hacia el rincón; allí encontró los pies que los calzaban y a su dueño, un hombre de avanzada edad que yacía en el suelo con los ojos abiertos y el globo ocular teñido de un intenso color azul. 
Claudia gritó y se tapó la cara con las manos mientras su cuerpo empezó a temblar; así permaneció unos minutos que parecieron eternos hasta que, poco a poco, se atrevió a entreabrir los dedos delante de sus ojos y deslizó la cabeza hacia abajo para observar lo que tenía delante: era un  cuerpo que parecía inerte, aunque no se atrevió a tocarlo ni por asomo.  En aquella situación, cualquiera hubiera salido corriendo, pero a ella en ningún momento se le pasó por la cabeza huir; todo lo contrario, lo que hizo fue llamar a la ambulancia y esperar su llegada muerta de preocupación. Cuando examinaron el cuerpo, los sanitarios certificaron que aquel hombre estaba muerto y llamaron a los cuerpos de seguridad.

***

El sonido de una sirena apagó el rumor del oleaje y las luces azules de un coche patrulla proyectaron reflejos psicodélicos en las aguas del frío océano mientras un policía, vestido de civil, se apeaba con parsimonia del vehículo; se detuvo un instante frente al edificio y miró de un lado a otro del paseo marítimo; ese paisaje formaba parte de su imaginario juvenil desde que su tía lo invitó a pasar con ella los difíciles veranos de su adolescencia.
Cuando llegó al segundo piso encontró el cadáver tapado con una manta y el equipo de urgencias atendía a una emigrante, presa de una crisis de ansiedad. Al verla se relajó, parecía que aquel caso no iba a fastidiarle el inminente fin de semana; lo tenía claro, aquella mujer parecía la sospechosa principal, sumaba todos los puntos: era pobre, eso se veía a la legua, y solo tendría que averiguar si tenía papeles o no; en cualquier caso, su piel era de color extraño y su acento en castellano daba ganas de reír. Sin dirigirse a su presunta asesina, el policía hizo una inspección ocular y constató que no había rastro de sangre por ningún lado; sin embargo, su olfato detectivesco le decía que no se trataba de una muerte natural.

***

Roberto se acababa de jubilar y para llenar sus horas de hastío escribía una novela. Su protagonista era una rubia despampanante y como no sabía nada de rubias y necesitaba caracterizar al personaje, puso un anuncio en el periódico ofreciendo un puesto de secretaria, con la condición de que fuera rubia natural; “de paso averiguaré si es cierto que todas las rubias son tontas y me distraeré un poco”, pensó.
El anuncio tuvo una enorme repercusión y cada mañana dedicaba un par de horas a entrevistar a las candidatas, en su propia casa. Paralelamente ofreció un puesto de trabajo como asistenta, con el único requisito de que la aspirante hablara castellano y supiera cocinar; desde que estaba tanto tiempo en casa necesitaba a alguien que lo ayudara con los quehaceres domésticos.
Rosita vivía en el edificio desde hacía más de setenta años, conocía a los vecinos al dedillo y, aunque no era una cotilla, se vanagloriaba de llevarse a las mil maravillas con toda la comunidad; como era la vecina más antigua y la de mayor edad, todos acudían a ella cuando necesitaban alguna cosa, incluso
los recién llegados, porque cuando se instalaban ella les daba la bienvenida y les mostraba su carácter servicial.
Cuando Roberto llegó, se sentía muy solo porque acababa de enviudar; al principio paraba poco en el apartamento debido a que su trabajo era, básicamente, viajar; cuando se ausentaba, Rosita se quedaba con sus llaves y daba una vuelta de vez en cuando para controlar que todo estuviera en orden. Sin embargo, desde que se jubiló, ambos ancianos habían entablado una bonita amistad; precisamente, la mañana del suceso, le había dicho a su vecina que una de las candidatas rubias que había entrevistado lo acosaba desde hacía días.
—Te estás volviendo un viejo verde, ¿no creerás que eres Robert Redford o el De Niro, no? —No digas tonterías, ¡pero si a mí quien me gusta es la rubia del tercero segunda! —contestó Roberto, con cara de bobalicón.
Rosita casi no conocía a esa mujer que acababa de llegar; se había mudado hacía un par de meses y, a pesar de los intentos que había hecho por darle la bienvenida, su relación se limitaba a unos cuantos saludos en el ascensor; la nueva vecina pasaba toda la noche fuera y llegaba a casa por la mañana, cuando ella salía a comprar el pan.

***

El sargento Calleja era el exjefe de la Unidad de Accidentes de Tráfico de la Policía Local y había pasado los últimos años de su vida examinando expedientes del distrito primero. Odiaba su trabajo por burocrático y porque le aburría hasta la extenuación; estaba condenado a ir un día sí y otro también a la misma esquina a hacer el parte de daños patrimoniales del Ayuntamiento, porque el noventa por ciento de los siniestros ocurrían allí y a ninguna lumbrera municipal se le había ocurrido modificar el tráfico, de doble dirección a una sola; por eso, cuando el Intendente Mayor le ofreció un cambio de destino, aceptó a la primera. Así fue como acabó trabajando en la Comisaría del barrio de su tía, pensando que sería su salvación; pero pronto se percató de que aquello tampoco era para él, la responsabilidad era demasiado grande y las neuronas de su cabeza no daban para más; igual lo llamaban para intervenir en una pelea callejera que para abortar un atraco y, en el peor de los casos, para resolver un crimen y Calleja no estaba por la labor; la mayor preocupación de su vida era programar las vacaciones de Semana Santa, verano y Navidad, y los días extras que tenía por asuntos propios pero, sobre todo, divagaba con la soñada y lejana jubilación.
—Señor agente, mire esto, le ayudará a aclararle las ideas— dijo Rosita,  lupa en mano, después de varias horas de inspección exhaustiva de la habitación; esto es un pelo rubio y la pobre chica que tiene detenida, que yo sepa, lo tiene más negro que el café torrefacto. —No le dé más vueltas, el caso está muy claro —dijo el agente. Esa mulata acudió al anuncio con la intención de robar, pero luego, por la razón que fuera, la cosa se le complicó. Y no me llame señor agente, tía Rosita, ¡por favor! —Alvarito, estás trabajando y no me gusta mezclar el tocino con la velocidad —contestó la tía a su sobrino, el sargento Álvaro Calleja; envíe el pelo al laboratorio, le digo que aquí hay gato encerrado. Además, he detectado otra cosa significativa durante mi investigación: falta la escultura de El Pensador. —¿El Pensador, pero qué pensador ni qué ocho cuartos? ¡Tía, no diga tonterías! —replicó Calleja, al borde del desquicie. Además, ¿desde cuándo conoce tanto al vecino?, nunca me había hablado de él. —La escultura de Rodin, Alvarito; Roberto la compró en Londres el año pasado y desde entonces siempre había estado ahí — dijo, señalando al escritorio, situado entre la chimenea y la chaise-longue.  —Y lo conozco desde hace más de diez años, los mismos que dejaste de visitarme todas los veranos. —Bueno, tía, dejemos ese tema aparte, que ahora no viene a cuento.  Dice el forense que su vecino tiene un porrazo en la cabeza, así que ahora mismo el arma, la que sea, debe estar en el fondo del mar. Basta con que esa mujer lanzara la dichosa escultura por la ventana. —No te precipites sacando conclusiones, Alvarito, los buenos policías tienen que reflexionar; te lo estoy diciendo desde que naciste, la cabeza la tienes para pensar, no para ponerte la gorra. Bueno, esperaremos el resultado de la autopsia, porque supongo que se la harán ¿no, Alvarito?; aunque mi olfato me dice que la desaparición de esa escultura también tiene algo que ver con el asesinato. ¡Pobre Roberto! Oye, ¿pensarás interrogar a los vecinos, no? —preguntó con desconfianza.

***

Al día siguiente, mientras Claudia se pudría en el calabozo y Calleja paseaba tranquilamente por la playa planeando lo que haría el próximo fin de semana, tía Rosita llamaba a la puerta del tercero segunda con la excusa de que no tenía sal. Ante la sorpresa de la rubia teñida que abrió la puerta, y antes de que pudiera reaccionar, la tía se coló en la cocina y, como quien no quiere la cosa, desde allí se deslizó al salón.
—¡Oh, El Pensador, de Rodin! —exclamó, sonriendo con aire triunfal. —¿Le gusta la escultura, vecina? —Bueno, en realidad, me gustan más los cuerpos de carne y hueso; eso me lo regaló el pobre… —¿Roberto? —interrumpió Rosita, acercándose a la vecina. — ¡Oh, qué cabello tan bonito tiene!, aunque no parece rubio natural —espetó tía Rosita, arrancándole un pelo de raíz. —¡Ayyyyyyyyyyyyyyyyyyyyyyy!

***

—Alvarito, por favor, ven pronto para acá, tengo la escultura y otro cabello idéntico al que encontré en casa de Roberto, es de la vecina del tercero segunda. —Tía Rosita, por favor, déjese ya de chorradas. Acaba de llegar el resultado de la autopsia y Roberto no fue asesinado, murió por sobredosis de Viagra y, al caer, se dio un porrazo con la esquina del escritorio. —¿Qué? ¡No, si ya se lo decía yo! ¡Con tanta entrevista a esas rubias se había creído que era Robert de Niro! ¡Pobre Roberto! Bueno, al menos, murió feliz. ¿Y has soltado ya a la pobre chica que metiste en chirona? ¡La habrás hecho sufrir lo indecible, por tu mala cabeza! —Sí, tía, sí. No te preocupes por ella. Claudia está aquí, a mi lado, me he disculpado y me ha perdonado. Estoy pensando en invitarla a cenar...

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