El carrousel del pantano / Liliana Ebner


Los domingos mi padre me llevaba a merendar a la “Posada del Carrousel”, a los pies de los Alpes, en el comienzo de un frondoso bosque. Era una típica posada de Baviera y su dueño tenía obsesión por las calesitas o carrouseles. Adornaban sus estanterías varias miniaturas de ellos, de madera, porcelana, cristal, todos maravillosos con música típica del Tyrol.
—Algún día tendré uno de tamaño real —repetía mirando embelesado sus pequeños trofeos—. Lo estoy construyendo, en madera, con sus caballos, cisnes, panteras. El día que lo termine quedarán fascinados —decía con la mirada perdida posiblemente en la imagen de un gran carrusel.
Tenía un hijo de mi edad, Joseph, tímido y retraído, que según su padre, disecaba aves y quería convertirse en taxidermista. Mi padre le aconsejaba:
—Dile a tu hijo que estudie una carrera, como los míos, de lo contrario no hay porvenir. En  toda casa —continuaba— debe haber un médico, un cura, un abogado. Él casi lo había logrado, estaba el médico, mi hermana monja y yo que no podría ser otra cosa más que abogado. Eso sí, criminalista, porque me gustaba la investigación, quería ser un Holmes.
Como Joseph no quería jugar conmigo, yo lo hacía con un hermoso gato negro, llamado Ángel, de enormes ojos amarillos. Correteábamos por la taberna y yo con mi instinto de investigador,
me escabullía hasta el cuarto donde Joseph se escondía. Lo espiaba a hurtadillas, miraba cómo sus finas y delicadas manos rasgaban la piel de pequeños pajaritos y cuando les sacaba el interior, se me revolvía el estómago y salía corriendo.
Los parroquianos que allí asistían era gente mayor, sin familia, que pasaban sus ratos en compañía de otros, jugando cartas o tomando un reconfortante chocolate. Durante los años que asistí, muchos de ellos desaparecieron, eran ancianos y la vida tiene un límite. Como nadie los esperaba, nadie los reclamaba, así que el buen posadero que tallaba ataúdes, les daba sepultura, en agradecimiento —decía— por tantos años de lealtad para con la posada.
Mi profesión de criminalista me hizo tener un “olfato” especial y cada vez que visitaba a Joseph —su padre también había fallecido repentinamente—, sentía que allí había “gato encerrado”. El olor acre se iba incrementando y descubrí varios objetos que me parecían conocidos, de antaño, en el cuarto donde Joseph continuaba disecando aves y reptiles.
Había sombreros, bufandas, algunos guantes, que me recordaban momentos de mi niñez. Cuando le preguntaba respondía:
—Son objetos que la gente olvida… y el olor… es a barniz, a pintura… Estoy finalizando el trabajo que mi padre dejó inconcluso, se lo prometí… —continuaba diciendo mirando hacia el infinito. —¿El carrousel real? —preguntaba yo con insistencia. —Sí, pero me falta uno, me falta uno… repetía. —¿Qué te falta?¿Un caballo, un autito…? —No, no, no puedo decirlo, se rompería la sorpresa —contestaba— y sus ojos brillaban con esa chispa de demencia que un investigador avezado descubre de inmediato.

La posada comenzaba a transformarse en un lugar tenebroso, Joseph no se ocupaba, estaba sucia, ya nadie deseaba pasar allí las tardes en buena compañía, parecía una casa de brujas recortada en la inmensidad del bosque. Cada tanto pasaba a verlo, la soledad lo estaba tornando cada vez más deprimido, parecía asustado y siempre exaltado. No cesaba de repetir:
—Me falta uno, me falta uno…
Esa tarde me ofreció una taza de chocolate que acepté con un poco de recelo, por ese olor tan penetrante, como a muerto —pensaba— mientras observaba las aves que allí había, esperando ser colocadas en vitrinas.
Colocó la taza sobre la mesa y sonreía mientras me decía: —Bébelo antes que se enfríe, que la tarde está helada—.
Yo tomé el asa de la no muy pulcra taza y en ese momento el gato dio un tremendo salto sobre la mesa y derramó sobre mí todo el hirviente líquido. Joseph se enfureció, parecía que sus ojos llameaban y corría enloquecido tras el gato negro que desapareció en la espesura del bosque. Me pareció más loco que nunca y después de cambiarme la ropa enchocolatada, me dirigí a la comisaría para denunciar a este joven, pues no quería que cometiera una atrocidad, sabía que debía ser internado con urgencia para su cuidado físico y mental.
Al siguiente día, junto al comisario y dos enfermeros, me presenté en la Posada. Joseph, sentado frente al ventanal que daba al gran bosque repetía como una letanía:
—Me falta uno, me falta uno…
No ofreció resistencia, se dejó llevar, como esas pequeñas aves que el inmortalizaba con su talento de taxidermista. Busqué al gato para llevarlo conmigo pero no pude hallarlo. Volví varios días después y ni un atisbo del animal.
Una noche desperté sobresaltado y sudoroso de una pesadilla, el gato negro maullaba y sus enormes ojos como la luz de un faro me guiaban por un sendero que se internaba en el bosque. Al llegar a un claro… mi sueño se desvanecía, como si una luz me cegara y me dejara paralizado. Ahí despertaba angustiado y exaltado. El sueño se repitió varias veces, entonces mi instinto de detective dirigió mis pasos hacia el sendero del bosque. Parecía que los maullidos del gato me indicaban, como una brújula, el camino a seguir.
Al llegar a un claro, se me paralizó el cuerpo, no podía dar crédito a lo que veía y me desvanecí. Al volver en sí, el rojo atardecer me mostró la postal más terrorífica de mi vida: un enorme carrousel de madera tallada donde “los fiambres”, los ancianos de mi niñez, disecados, montaban caballos, cisnes, panteras. Pero  faltaba uno, un caballito estaba sin jinete, sin “fiambre”. Como investigador entrenado me dicuenta que era yo el faltante, aquella chocolatada estaba envenenada y el gato me salvó, él con su olfato lo intuyó.
Levanté la mirada al cielo y con horror vi en la punta de la calesita la cabeza de Ángel, mi Ángel de la Guarda, el que me había salvado la vida y guiado hacia el Carrousel del Pantano.

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