EL ARTEFACTO, Núria Burguilllos

La mujer planchaba como si la vida le fuera en ello. La camisa estaba casi lista y, para celebrarlo, se dio un buen trago de coñac. En pocos minutos, el marido, elegante y apañado, cruzaría el tranco de la puerta camino del bar. 

Quilos de prendas de algodón se apilaban en la sala de estar semana tras semana, mes tras mes, año tras año desde hacía décadas. Aquella habitación se había ideado para descansar; pero, mientras él leía o miraba la televisión, ella rememoraba los tiempos de una plantación. No solo ella, en todas las casas de los edificios vecinos, decenas, centenares, miles de mujeres blancas, negras y amarillas eran esclavas del objeto de vapor. 

A él no le gustaba la ropa sintética y mucho menos el tergal. Adoraba las camisas de algodón, blancas y de color azul cielo, los pantalones con raya y el aroma que desprendía la tela impecablemente planchada por su mujer. Eran veinticinco años ya los que compartían entre aquellas cuatro paredes.  

Un día, la mujer se encontró sin energía pero, aún así, planchó las mejores galas de su marido. Cuando llegó la hora de la partida de dominó, él se dirigió a la silla donde ella siempre colocaba con esmero la ropa que se tenía que poner. Incrédulo, acercó su desencajado rostro al cuello de la camisa y observó una minúscula arruga entre el primer y el segundo botón. Buscó a la esposa con la mirada pero no la encontró. Fue a la sala, como una fiera, y observó el pequeño electrodoméstico que se enfriaba sobre la tabla de planchar. Lo agarró de un manotazo y recorrió el resto de la vivienda, hasta que la halló tendida en la cama, sudorosa y sin fuerzas, al borde del delirio.  

―¡Estás aquí, hija de perra! ¿No has visto que hay una arruga? ¡Que te estoy hablando, desgraciada!, ―gritó, tensando sus cuerdas vocales hasta el infinito. 

Al mismo tiempo, el artefacto salió volando y cumplió su sangriento cometido.  

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