Don Carlos Enrique López, mi querido Director / Liliana Ebner

Profesor o profesora

Un día de 1980 partió, siendo aún joven, pudiendo haber dado mucho más, pero tal vez, una pena insoslayable lo haya herido, no permitiéndole recuperarse.
Nació en San Nicolás de los Arroyos, provincia de Buenos Aires un 14 de mayo de 1916.
Su vocación de servicio y sus deseos de educar, junto con la herencia recibida de su madre, lo llevaron a abrazar la carrera de magisterio. Su madre, maestra rural, desempeñó sus tareas sin faltar un solo día, llegando hasta la escuela por caminos de tierra en carro tirado por caballos y bajo las inclemencias del tiempo.
La dura vida de esta mujer hizo que falleciera a los 36 años, dejando a Carlos Enrique huérfano con apenas 7 años y marcas muy fuertes en él.
Apenas recibido se anotó para trabajar, no importaba dónde, solo ansiaba volcar en otros, en niños que comenzaban a transitar la vida, todos su conocimientos. Deseaba abrir para ellos un mundo nuevo, ese mundo que se encuentra en los libros.
Y así el joven Carlos Enrique López con su mochila cargada de sueños y proyectos, se hizo cargo, en 1940 de una Escuela-rancho en la humilde localidad de Ñorquinco .
Allí, solo en ese desolado paraje, donde la única compañía era el ulular del viento, el maestro se dedicó con la fuerza de su juventud y con sus ansias de enseñar, a la noble tarea de instruir a un pequeño grupo de niños.
Su esfuerzo se vio recompensado y muy pronto ascendió a Director de Segunda, haciéndose cargo de la escuela de una Toldería Mapuche en Pilquiniyeu .
Carlos, o Don Carlos como lo llamaban, no solo se dedicaba a enseñar a leer y escribir. Es esos lugares, donde nada está cerca, se debe echar mano al ingenio y a la creatividad. Y así, con la ayuda de padres y alumnos, hacían trabajos de carpintería y albañilería.
Además el maestro impartía conocimientos de higiene entre la población indígena, cocinaba y hasta se vio en la necesidad de construir ataúdes y crear el primer cementerio del lugar.
La Escuelita- albergue, crecía día a día, ediliciamente y también en número de alumnos. Se necesitó entonces la colaboración de otro docente.
Para sorpresa de todos, llegó una joven maestra, Dora Ochoa, con sus recién estrenados 18 años y su preciado título. La acompañaba su madre, que se instaló junto a ella en la escuelita y ad honorem realizaba las tareas de cocina, para deleite de todos los alumnos.
Corría 1942 y Director y docente comenzaron a vivir una historia de amor que los llevó a contraer matrimonio y a conformar, siempre juntos, un equipo de trabajo que perduraría toda la vida.
Fueron trasladados a otro lugar, más cercano a la civilización, pero no menos desértico: un poblado llamado con justicia Cañadón Perdido. Allí, además de las tareas docentes, se dedicaron a criar a sus dos hijos mayores, Enrique María, nacido en 1946 y Carlos María en 1948.
Un nuevo destino les abría las puertas a estos entusiastas educadores, que llevaban la docencia en al alma. En 1951 fueron trasladados a Comodoro Rivadavia, a un barrio conocido como Km8, por su distancia al centro de la ciudad.
Allí Don Carlos Enrique López ocupó la dirección de la Escuela N° 50 y su esposa, llamada cariñosamente Dorita, la vice dirección. En ese barrio querido nació su tercer hijo Luis María.
En esa Escuela entrañable dio comienzo mi relación con ellos.
Yo comencé primer grado en 1956 y culminé mi instrucción primaria seis años después.
La familia López se convirtió en amiga, allí, en aquella época, todos formábamos una gran familia.
López en casa, Sr. Director en el colegio, infundía inmenso respeto. Cuando él pasaba ni una mosca volaba. Su gesto adusto, su seriedad, su gran bigote, hacían que cuando tomaba examen o llamaba para algo a la dirección, un terrible dolor de panza me atravesara.
Con los años aprendí a ver debajo de ese perfil, a un hombre sensible y generoso. Aprendí a dejar de tenerle miedo para sentir por él un gran cariño.
Fue exigente con sus maestros pero también con él mismo. No se conformó con lo que daba a los niños, también se interesó por tantos adultos, muchos inmigrantes que habían llegado hasta las costas patagónicas sin instrucción, y creo la Escuela para Adultos, trabajando él y su esposa ad honorem durante varios años.
Tuve la suerte de que mi niñez transcurriera en esa Escuela, bajo la atenta mirada de ese magnífico Director, donde la instrucción era lo importante, donde los valores y principios estaban siempre presentes, comenzando por él mismo.
Uno de sus dichos era:<<Yo he aprendido a dar no porque tengo, sino porque se lo que es no tener nada>> Esto define lo que él y su esposa eran.
Otro gesto importante para destacar de la personalidad y del generoso corazón de mi querido Director fue cuando un hombre del barrio, portugués, que estaba aprendiendo a leer y escribir en la Escuela Nocturna, le comentó entre lágrimas que su sueño era ver a su pequeña hija Ana María, con guardapolvo blanco. Pero la niña tenía síndrome de Down y eran épocas de discriminación.
Don López y Don Manuel, se abrazaron llorando y el Director le dijo:
—<<Vos traela y que se vayan todos a la ……>>
Y así Ana María concurrió a la escuela, muy poco tiempo, pero iluminó los ojos de sus padres que nunca olvidaron el gesto de ese generoso Director. La niña murió súbitamente poco después.
Don Carlos López recibió un llamado de atención, pero su interior se sentía complacido por haber cumplido el sueño de unos padres doloridos. Así era mi querido Director.
Tuve el orgullo y la emoción de recibirme de Maestra y de que mi primer trabajo fuera en ese mismo establecimiento escolar. El primer día que crucé su umbral, no como alumna sino como docente, me pareció que la sonrisa de Carlos y Dorita me acompañaban por esos rincones tan conocidos y se alegraban de que hubiera seguido los pasos que ellos siempre pusieron en relieve.
Un día mi querido Director se fue y hoy le digo: gracias por cuidarme cuando era niña, por instruirme y enseñarme. Gracias por quererme, por dejar en mí ese recuerdo que el tiempo nunca borró y tantas vivencias que vuelven una y otra vez a mi memoria, con la nostalgia de no tenerlo más, pero con la alegría de haber compartido muchas cosas hermosas junto a usted y su familia y de haber podido cambiar aquel miedo que sentía de niña, por inmenso cariño.
Gracias por ser un excelente parámetro para mi vida como docente.
Donde esté querido Carlos, mi abrazo más profundo y este, mi humilde homenaje a usted como Director, como persona, como ser humano excelente.
Lo extraño, lo extrañaré siempre.

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