Pinceladas de mi vida / Liliana Ebner

Yo. Autobiografía real o de ficción

Mitad española, mitad austríaca, roja como las franjas de ambas banderas. Así está compuesta mi sangre. Pero además soy argentina.
Abrí los ojos la tórrida mañana de un 4 de enero de 1950 y fui la esperada hermanita de otra niña de seis años.
Gran parte de mi vida transcurrió en Comodoro Rivadavia, en un barrio, Km 8, donde se aglutinaron familias para trabajar en el petróleo.
La inmigración nos llegó a oleadas, en barcos petroleros que traían como pasajeros a muchos <<gringos>> que venían a hacer "la América".
Así llegaron a esas costas suereñas y argentinas mis cuatro abuelos. Con el tiempo un austríaco y una hija de españoles se casaron y tuvieron tres hijos, yo la del medio.
Una sola escuela nos albergaba a todos. El guardapolvo blanco no hacía distinciones entre el hijo del peón o del gerente, entre el chileno, el alemán o el polaco. Todos éramos iguales, todos compartíamos en esa querida y recordada Escuela N° 50, donde mis inolvidables Directores y Maestros nos instruían para la vida, y continuaban con tezón y abnegación las enseñanzas del hogar.
Las tardes de bicicleta, los domingos el cine y en el verano la playa. Así era nuestra vida, la vida de los niños y adolescentes que allí vivíamos, todos como una gran familia.
Terminada la escuela primaria, comencé la secundaria en el centro de la ciudad, distante a 8 Km de mi barrio.
Todas las mañanas muy temprano tomábamos el Ñandú Puntual, un ómnibus que llevaba casi exclusivamente a estudiantes y nos dejaba a pocas cuadras del colegio.
Allí me recibí con el título de Maestra Normal Nacional, allí conocí a los que pasaron luego a ser los amigos, los hermanos de mi vida. Allí conocí también aquel primer amor, ese que perdura, que nunca se olvida.
Época feliz de una vida feliz. Cumpleaños de 15 que esperábamos con ansias para encontrar a ese muchachito que tanto nos gustaba, los famosos <<asaltos>> en casa de compañeros, donde bajo la atenta mirada de los padres del dueño de casa, reíamos y bailábamos.
Mi primer trabajo fue en mi querida escuela primaria, esa que albergó y nutrió mi niñez. Me sentí emocionada y orgullosa de recorrer sus instalaciones con el guardapolvo blanco, no ya de alumna, sino de maestra y le dediqué un pensamiento especial a aquellos que me habían guiado por sus aulas, les pedí, como en un ruego, que me ayudaran a no defraudar la confianza que en mí siempre habían depositado y a poder hacer que se sintieran orgullosos. Espero haberlo logrado.
Y un día el petróleo llevó hasta mi ciudad a un joven con el cual me casé después de tres años de un noviazgo muy particular.
Su trabajo lo hacía llevar una vida bastante nómade, por lo que a los tres meses de haberlo conocido lo trasladaron a una ciudad más austral, Río Gallegos.
Pasó casi un año en que intercambiamos solo cartas. Corría 1972, aquí no había celulares, ni existía el mail y las comunicaciones telefónicas debían realizarse por operadora y a veces no se podían lograr en el día. Lo único que nos mantenía unidos eran las cartas que demoraban a veces un mes en llegar a destino. Al segundo año lo trasladaron un poco más al norte, a Neuquén, pero también a 1200 kilómetros de donde yo estaba. Ese año logramos vernos dos veces.
Así fue nuestro noviazgo, nos casamos casi sin conocernos. A veces pensaba: ¿con quién estoy casada? Porque muchas cosas de él me eran desconocidas, como también lo eran las mías para él.
Como petroleros nos tocó movilizarnos por diferentes provincias de nuestro país. También estuvimos viviendo en Lima y en Macaé, Brasil. Estas experiencias le dieron a mi vida un inmenso caudal de crecimiento, sobre todo en lo afectivo.
Llevamos cuarenta años juntos, atravesamos como todos, tempestades y días soleados pero logramos equilibrar la balanza y continuar navegando juntos en aguas tranquilas.
Nuestra unión nos dio las tres alegrías más grandes de la vida.
Un 25 de diciembre Papá Noel nos regaló una tibia vida llamada Marina, una niña que creció feliz y nos llena de orgullo y alegría. Hoy próxima a cumplir 39 años, vive en NY junto a su esposo. Es Licenciada en Publicidad y Marketing y su eficiencia y compromiso con el trabajo, la hacen una profesional destacada.
Al año siguiente la cigüeña depositó en nuestro hogar un hermoso niño al que llamamos Pablo, que con sus 37 años se desempeña como Abogado en el Poder Judicial de la Nación. Y junto a Karina nos regalaron hace siete meses el título de abuelos. Llegó Nicolás para ponernos el gran babero.
Una mañana al llevarlos al colegio, sentí que ya no me pertenecían tanto, que se estaban volviendo independientes y tuve la ilusión de un nuevo embarazo.
La vida nos premió con Romina Soledad, que hoy tiene 31 años y es Licenciada en Ciencias Ambientales. Hace casi dos años se casó con Federico y forman, como sus hermanos, una feliz pareja.
Cuando los mayores se fueron a la Universidad y la pequeña hacía jornada completa, me inscribí en la carrera de abogacía. Iba todos los días a la tarde y dos veces por semana a la noche, previo dejar la cena preparada y las tareas de Romina revisadas.
Cuando estaba en tercer año, un nuevo traslado nos llegó, esta vez a Brasil, por lo que mi carrera quedó trunca. Pero todo suma, todo sirve y tengo un gran recuerdo de mi carrera universitaria.
Mi esposo y yo estamos jubilados, nos sacrificamos mucho para darles a nuestros hijos la mejor herencia: el estudio, y lo logramos con creces.
Hoy disfrutamos de nuestros años ya no jóvenes, conociendo un poco del mundo, aprendiendo en cada viaje, colaborando con nuestros hijos, compartiendo con nuestros amigos.
Este es un trozo que les regalo en este otoño de mi vida. Muchas cosas más podría contar, algunas otras muy dentro de mi corazón guardadas están, porque todos tenemos recuerdos, secretos, travesuras de esa vida que fue pasando. Y todo eso forma parte de esta historia de mi vida, de mi autobiografía.

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